TERCERA PARTE
1
Bajando las escaleras Abraham repasaba mentalmente las cosas que habían sucedido.
Lo primero que hizo fue golpear la pared para saber si estaba hueca, posiblemente una cloaca detrás de ésta se hubiera roto y la mancha -con el perdón del francés- no fuera otra cosa que una acumulación mierda supurando desde el otro lado. Al fin y al cabo, el muro no era de concreto, sino de ese tipo de cartón piedra que utilizan las casas norteamericanas en los vecindarios de clase media y que parecen hechas con la esperanza de que les pase lo que a la cabaña de Dorothy Gale.
Sin embargo, aquella explicación dejaba suelto un cabo, y uno particularmente grande: ¿y el hedor? La mancha no olía a nada.
Otra teoría es que sencillamente el cartón piedra estaba reaccionando a la humedad, posiblemente la tubería no estuviera rota, sino simplemente goteando.
Pero tampoco sintió humedad alguna al colocar la yema del dedo.
Como fuere, ahora tenía una historia bastante más extraña para Gianluca, a quien deseó ver en la cafetería, sin éxito. La única persona atendiendo era una empleada detrás del mostrador, leyendo una vieja Selecciones.
2
Al terminar de comer, a Abraham se le ocurrió dar un paseo por el hospital,
pero las luces apagadas, los pasillos oscuros, las largas hileras de puertas
dobles y la ausencia aparente de personas (no había siquiera enfermeras
de turno) lo disuadió de la idea.
Regresó a su habitación, lo que le resultó desolador.
Le incomodaba la idea dormir con la cabeza debajo de esa cosa de aspecto erosionado que parecía hacerse cada vez mayor. Ya estaba por cumplir su cuarto día en el San Niño, el quinto comenzaría en lo que la aguja del reloj marcara las 12:00 am. Era primera vez en su vida que había pasado tanto tiempo dentro de un lugar sin salir, y ahora se hallaba meditando al respecto. <<Siempre hay una primera vez para todo>>. Ese era un pensamiento que le resultaba consolador. Había funcionado bien desde el día que asumió que era pobre.
Regresó a su habitación, pero antes de cerrar la puerta se detuvo en silencio, para observar el pasillo, fijándose en las demás puertas del ala. Su cabeza giró de derecha a izquierda por lo menos cuatro veces prestando atención al marco y pomo de cada una, sus ojos mágicos se perdían en la perspectiva de la mirada.
Había un silencio tan espeso, tan sofocante, que se preguntó si él era la única persona ocupando un cuarto en esa ala del San Niño.
Pensó en escribir sobre ello en su diario personal. Se agradecían las ideas que llegaban por casualidad, suelen ser las mejor aprovechadas por los escritores, pero aquello era algo más: ¿no se suponía que ahí mismo debía estar viviendo Gianluca, y las demás personas que había visto laburando en días anteriores? No se oía música, pasos, regaderas, nada, cosas extras para engordar los párrafos de su cuadernillo.
Tal vez el San Niño estaba diseñado precisamente para eso: evitar colar los sonidos, tal vez, de hecho, las paredes tuvieran algún tipo de revestimiento aplicado especialmente para ello, era una posibilidad que cuajaba en sus humildes pensamientos, y de pocos ánimos se sentía ya para explicar esos inevitables <<peros>> cada vez que trataba de explicar últimamente las cosas, por lo que dejó pasar cómo es que entonces tampoco había luz debajo de las puertas.
Decidió entrar a su recámara, la mancha seguía del mismo tamaño (gracias a Dios). Había sentido miedo en ese intervalo de tres segundos que le tomó empujar el interruptor de la luz. ¿Y si el telón se abría y la encontraba más grande aún? ¿Qué haría?
Tenía que recodar preguntarle a Gianluca si sería prudente conseguir pintura blanca y tomar al toro por los cuernos, aún si el trabajo de brocha no fuera perfecto. Vista desde ahí parecía un tumor negro. Si el cáncer tuviera forma, sin dudas sería así.
Se desvistió y arropó bajo las sábanas.
En la oscuridad, pensó que su plan de turismo en Valle de la Calma no sólo se limitaría a conseguir un locutorio, sino un local donde pudiera hacerse con una radio barata y al menos escuchar música por la noche. Solía hacerlo cuando le había perdido el miedo a la oscuridad... quizá había cambiado la luz azulada del monitor por el cobijo de la voz de un locutor trasnochado. En ese momento, recordó que hubo un tiempo en el que él era aficionado de ciertos programas nocturnos de la FM.
Activó la lucecilla de su reloj de pulsera... el tiempo pasaba tan lento como en el Relato de un Náufrago; Velasco en su balsa y él en una cama, ambos sin nada que hacer más que ponerse a pensar. Le hizo gracia que, de seguir así, al cabo de una semana le daría por pintar alguna obra de arte.
La pintura no se le daba muy bien, sin embargo...
<<escribir>>
Cogió el diario y el lápiz, y encendió la luz.
3
Hoy se cumple mi quinto día aquí, en el San Niño.
Creo que es primera vez que no utilizo la luz del sol para escribir sobre este, mi libro de notas y único amigo presente... (Sugerencia: hacer este tipo de reflexiones me hace ver homosexual), sin embargo, considero que es válida: he dormido poco, parece que esta será una noche de insomnio, y no tengo nada más que hacer.
Estuve dando vueltas en mi cama por Dios sabe cuánto, son los momentos cómo estos en los que agradezco no tener un reloj electrónico sobre la mesa... ver cómo pasan los minutos sólo lo haría insoportable.
Hoy (o ayer) me di cuenta que cierta persona es un pobre imbécil que le gusta humillar a los demás. Pero no voy a perder el tiempo escribiendo sobre eso. No lo merece.
Me han estado pasando cosas raras, pero sólo las considero como una racha de mala suerte. En las películas de suspenso me quejaba de cómo el protagonista reaccionaba de la forma más ridícula frente a esta o aquella situación, pero me doy cuenta de que en la vida real esas anécdotas que parecen tomadas por los pelos son otro juego: uno se queda de pie, asustado, sin hacer nada, como un gil. La vida no tiene guiones, y no te pinta situaciones de modo conveniente. La vida no te presenta los temores de manera genérica. ¡Yo, el Conde Drácula! ¡Yo, Sadako!
Voy a enumerar estas cosas extrañas (quizá si lo pongo sobre el papel, si lo hago físico, algún agente de Cronos, de la Auditoría Suprema, se dé cuenta que la está cagando conmigo):
- Al llegar al San
Niño, sufrí de una migraña espantosa, que por fortuna se
ha estado limitando a molestarme cada mañana, cuando abro los ojos...
- Al cuarto día, tuve una pesadilla... me desperté pensando que
me salía sangre de los testículos. Sin embargo, ya me revisé,
y no tengo ninguna herida, ninguna marca y ninguna picadura. En la papelera
aparecieron retazos de papel higiénico manchados de sangre, y sé
que es mía. Posiblemente la marca haya desaparecido, pero ¿qué
pudo haberla provocado? ¿Una hormiga realmente grande? ¿La Reina
ha decidido darme el honor de una visita (y algo más)?
- Ha aparecido una mancha en mi pared, y parece hacerse más grande. Nunca
he sido un pedante, pero si algo tengo es bastante cabeza; repasé las
posibilidades más lógicas que pudieran haberla originado, pero
nada es seguro, mañana le preguntaré a cierta persona si es conveniente
pintarla (nadie me gana tomando decisiones drásticas ^_^)
- Vi a un niño con los dedos deformes en el último piso del hospital,
me tomó por sorpresa mientras trapeaba. ¿Cómo describirlo,
y ser fiel a la verdad? ¡Fue horrible! ¿Cómo diablos podía
tener los dedos tan achatados? ¡Si lo hubiese visto en una película,
pensaría que se trataba de un efecto CGI barato! Pero no, yo estuve ahí,
yo lo vi. Pobre niño. ¿Por qué no le amputan la mano? Suena
duro, lo sé, pero es lo mejor que podrían hacer... quien opine
lo contrario es un tonto. ¿Para qué dejarlo así?
- La monja que fue a buscarlo... no me fijé en ella cuando caminaba hacia
nosotros, porque estaba pendiente del chico, me declaro culpable de mi insensibilidad
ruin (nota: no sabía que en el San Niño trabajasen monjas), pero
me pareció ver que no tenía labios, que su dentadura seca se hallaba
a la vista, ¿lo imaginé? Puede ser... pero ya no me siento cómodo
escribiendo sobre esto...
Abraham dejó su diario, apagó la luz, y se recostó.
Se forzó a sí mismo a dormir, cerrando los ojos, pero no lo logró.
La quietud y el silencio sólo le sirvieron para rememorar momentos que creía ya olvidados. ¿De qué manera guarda el cerebro los recuerdos? De niño, solía verlo como un millar de metras microscópicas acumuladas en el interior del cráneo. No era precisamente ortodoxo, pero a decir verdad, ni siquiera los hombres de bata blanca tenían teorías coincidentes al respecto.
Lo cierto es que, desde hacía tiempo, Abraham había descubierto la cosa más importante que separaba al cerebro humano del electrónico: la máquina borra información, la cabeza, en cambio, la guarda celosamente, y la relega hasta que considere el momento oportuno de levantar el telón, a veces durante los momentos más extraños.
Meditaba sobre el poco control que uno tiene de su “centro de comando”. ¿Quieres dejar de escuchar un sonido desagradable que se repite? Es muy difícil. ¿Controlar los sueños durante la noche? Teoría audaz pero tonta, salvo para algunas personas que tienen el maravilloso don de saber conscientemente que están soñando mientras duermen. ¿Decidir olvidar los recuerdos tristes? Imposible. Si hubiera pastillas para eso se habrían vendido más que el Viagra y la Vitamina C.
El cerebro trabaja hasta cierto punto al servicio de uno... de resto, es el único órgano que decide cuando firmar sus propios cheques. Lo mejor que podía obsequiarse era un nublado relax, hasta el amanecer.
Para cuando finalmente fue la hora de abandonar la cama, Abraham entró
al baño.
Mientras hacía sus necesidades, de pie (sus propios prejuicios le impedían sentarse en un inodoro para otra cosa que no fuera hacer el número 2), vio de reojo algo reflejado en el espejo que le produjo sorpresa.
Sus cejas se arquearon en el paroxismo de la incredulidad. Apuró lo que estaba haciendo, y, sin siquiera abotonarse, e importándole poco mancharse, salió corriendo del baño, observando la pared.
Se trataba de la mancha; había desaparecido.
Y aquello de lo que pensó haberse librado por no quedarse dormido lo sorprendió segundos después… El desesperante dolor de cabeza cundió de vuelta, como si alguien lo hubiera derramado con una taza sobre él.
4
Esta vez no se contentó con actualizar el listado de cosas raras en su
diario. La situación ya no lo dejaba perplejo, ahora comenzaba a molestarlo.
En la adultez, el cerebro de uno deja de ser flexible para convertirse en un pequeño fascista que no acepta lo que con mucha decisión juzga como tonterías, y si no hay explicaciones lógicas, la reacción es el ofuscamiento inmediato.
Se cepilló los dientes, se lavó la cara, cogió su bata de enfermero, se colocó los anteojos, se abotonó sin siquiera mirarse al espejo y salió del cuarto. Mientras caminaba por el pasillo Abraham pensó que, años atrás, arreglarse frente a su propia imagen le solía tomar veinte minutos, ahora sólo le bastaban 45 segundos para prepararse y salir. Estaba de mal humor.
Como la lluvia comenzó tan pronto el reloj tocó las diez, y el manto grisáceo de nubes que databa del día en que había tratado de salir no tenía fin aún, supuso -y con razón- que visitar el pueblo volvería a ser imposible.
Así que había decidido optar por algo que no podía fallarle, no si había justicia: que los teléfonos de moneda del hospital funcionaran.
Pero debía escoger cuidadosamente a quien llamar... a Abraham nunca le faltaron amigos.
Desde temprana edad, siempre tuvo el don de encajar bien en cualquier grupo. Fue uno de esos pocos adolescentes que tenían la envidiable cualidad de no tener que fingir una manera de ser para otros, y tampoco era víctima de esa terrorífica maldición juvenil de no tener nada que decir en grupos, o de no hallarse entre las muchachas.
Mientras se hacía mayor, eso lo hizo más feliz, porque le dio todo lo que un chico podría haber deseado, desde amigos hasta amor, desde amor hasta sexo casual en muchas noches. Era un joven moreno, de rasgos finos, alto, delgado y concienzudo. No se podía pedir mucho más.
El problema es que nadie es inmune a las tribulaciones de la vida, por ello, el declive comenzó cuando el “progenitor de sus días” tuvo su crisis y, por ende, el matrimonio de sus padres comenzó a derrumbarse lentamente. Era como si el “Gran Cabrón” hubiera visto que las cosas estaban demasiado bien y decidiera poner una montaña de mierda del otro lado de la balanza para poner las cosas a gusto.
Un día, llegando en la madrugada, cansado, se detuvo frente al cuarto de su hermano, porque escuchó un gemido. El chico, ocho años menor que él, estaba llorando sobre la cama.
En aquel entonces, no quiso hablar con él, ¿indiferencia? Tal vez. Pero en los días posteriores su actitud se más distante. Sus calificaciones comenzaron a bajar y su futuro escolar se vio comprometido. Su madre, que de todos era la que intentaba restar más importancia a la situación, había conseguido crear ese ambiente en que cada quien en la familia siente que lo que jamás debería pasar pasara, como cuando estamos hundiéndonos y ni siquiera la persona que creíamos más íntima tenderá una mano para salvarnos del estanque.
Cuando Abraham aprendió a notar esto, decidió hacer uso de lo más noble que guardaba entre las entrañas y obligar a su hermano a que hablara con él.
Y el niño le contó: había sorprendido a mamá en la cama, y no con papá.
Nunca antes Abraham había sentido que caía por un abismo. Ahora la cosa no era simplemente que su madre no hacía gran cosa para ayudarlo, y encima evitaba que acudiera a alguien que realmente pudiera ayudar a su hijo, quizá la última barrera para evitar que perdiera el año escolar,. Ya no se trataba de indiferencia, sino de que las cosas encajaban de manera mórbida: hacía lo que hacía para evitar que alguien más se enterara. Lo que podía empeorar empeoró. Era lógico, desde luego, pero también indigno, monstruoso. Era el caos.
Y fue a partir de ese punto que él explotó.
Pero las circunstancias lo arrollaron, y fue así como aquel día se tiñó ante sus ojos como un punto final en su familia: resulta que su padre lo sabía.
No se divorciaron, porque todavía existía el amor (o eso es lo que creyeron). Sin embargo, había quedado una de esas manchas oscuras que difícilmente se quitan, por no decir que, además, después de varios días, la señora se fue de la casa, para no volver.
Lo que era tomado por los cabellos, lo que era imposible, lo que sólo pasaba en <esas> familias, lo que jamás concebimos que podría pasarnos a nosotros, habían sucedido en la casa Castelblanch. ¿Y cómo se sentía Abraham? La respuesta era tan simple como inusitada: sencillamente no se sentía. No podía decirlo con claridad, y tampoco es como si alguien se atreviera a preguntárselo.
Por lo menos, la casa en que vivían no era un lugar rentado, así que los embates de la pobreza se hicieron sentir desde adentro, afuera, al menos, todo seguía pareciendo relativamente normal.
Abraham siempre fue muy seguro ante sus amigos, pero ahora estaba en el otro lado de la mesa: ¿cómo contarles todo lo que había pasado? Por lo general, los acontecimientos suscitados en la familia eran sólo problema de los Castelblanch, pero algo tenía que decir cuando se viera obligado a cortar su carrera, abandonar la universidad y buscar un empleo, y uno donde fuera.
¿Y su hermano? Su hermano fue el que peor la pasó. Abandonó la secundaria, y ya se estaba haciendo demasiado mayor como para que pudiera ver clases en un bachillerato normal y no sentirse como ese retardado que tiene la estatura del profesor. Además, estaba engordando a pasos acelerados.
Se había dado cuenta de que la mejor forma de lidiar con esa situación era, sencillamente, no pensar. Bloquearlo. Cerrar aquél episodio con candado. ¿Acaso era psicológicamente aceptable? ¿Era sano, siquiera? No lo sabía, porque había adoptado el método tan bien que él mismo no se había detenido a razonarlo. Parecía incluso irónico que él, quien solía ofrecer consejos, se retrajera así.
Pero esa es la magia negra de la vida, el gran final, el despertar a la realidad.
Y en comparación, la estúpida mancha se quedaba como sólo eso, una mancha, producto de una tubería llena de mierda sobre una pared de cartón piedra.
Se detuvo frente a la oficina de recursos humanos sin ver a Gianluca, cosa rara, porque si este no lo buscaba directamente a su cuarto entonces lo esperaba ahí, con la asignación del día.
Sin embargo, lo único que se veía al fondo era el trasero rimbombante de una enfermera que desaparecía a través de una puerta doble, empujando un carrito de limpieza. Cada vez veía menos al personal del hospital.
Tras él, estaba la puerta de donde había sacado el tobo y el coleto. Giró el pomo, ambos utensilios estaban adentro, preparados. <<Debes ser bastante estúpido para creer que el tipo estaba aquí adentro>>, pensó fugazmente.
Decidió sentarse sobre una de las sillas de la sala de espera.
El tiempo pasó, así que fue sólo cuando decidió que ya había tenido suficiente que se puso de pie y buscó a alguien, Gianluca nunca se retrasaba, y él, por su parte, quería hacer méritos. “Mírenme, aquí estoy... mi jefe no ha venido ¿estará enfermo? ¿Se lo habrán comido los cocodrilos? ¡No sé ni me importa! ¡Pero hágame trabajar, por lo que más quieran!”.
La primera persona que consiguió estaba tras un vitral, un doctor revisaba un historial médico.
Abraham tocó la puerta cuidadosamente.
El hombre salió de su mundo. Su único rasgo notable era un parche negro sobre el ojo derecho. Sus cejas pobladas se separaron, y una sonrisa afloró entre sus labios delgados.
- Buenos días, doctor –saludó Abraham, lentamente- busco a Siffredo. Soy su ayudante, y lo necesito para saber cuál es la labor del día.
El hombre giró el ojo rápidamente, registrando el nombre que acababa de escuchar. - Gianluca ya no está, pero yo puedo ayudarte.
Se tocó la etiqueta sobre la bata que tenía cosido el apellido Murillo.
Extendió una mano, la cual Abraham estrechó diligentemente.
- Abraham Castelblanch.
El hombre volvió a sonreír.
- Ahora mismo no tengo nada para ti, pero dame una hora, y te daré qué hacer ¿te parece?
5
De espaldas, observó su reloj, e hizo una estimación mental del
tiempo que disponía. Era temprano, pero posiblemente fuera una ocasión
idónea para realizar la llamada telefónica que tanto estaba anticipando.
Los teléfonos públicos se hallaban en un largo pasillo conectado a las habitaciones del personal de limpieza, un lugar cuyo único bombillo parpadeaba de forma errática. Las paredes tenían un tapizado rojo de mal gusto.
Cogió el auricular, y se lo colocó entre el oído y el hombro, mientras contaba las monedas que tenía en la mano. Realizaría una llamada a Buenos Aires, así que las necesitaría todas, las cuales había extraído aquella mañana, no sin dolor, de su cartera. Le producía una nostalgia gélida pensar que hacía pocos años, se había dado el lujo de hablar por teléfono cuarenta minutos con una amiga que estaba en Madrid.
Su elección había sido Susana, ex – novia y ahora mejor amiga. ¿Quién lo diría? Habían roto un mito.
Era sábado, por lo que no estaría en la universidad, sino durmiendo... la llamada la despertaría, pero al diablo con eso: ella se alegraría de escucharlo.
Mientras el teléfono repicaba, levantó los ojos para observar con más atención el pasillo... era tan silencioso como el suyo.
Llegó el quinto repique, todavía no atendía nadie.
Respiró con más fuerza, nervioso. Si le salía la contestadora, entonces habría perdido las monedas. Valle de la Calma estaba lejos de todo.
El resquicio de debajo de las puertas estaba negro, no se colaba siquiera un poco de luz amarilla o natural. Sus ventanas debían tener las persianas abajo.
Eso lo hacía pensar...
Octavo repique.
Ya empezaba a ponerse de mal humor. Hacía calor... el sistema de ventilación del pasillo debía estar arruinado, y el tapizado de felpa no ayudaba tampoco. Se puso a pensar si dentro de las habitaciones también sería así, si había gente adentro.
Cogieron el teléfono. Sintió su corazón invadido por una sensación similar al que produce la menta dentro de la boca.
Era la señora Marceni, la madre de Susana. Se hizo la idea de que del otro lado de la línea debía haber un clima limpio, en un vecindario verde y bonito, donde servían un buen desayuno...
- Buenos días... soy Abraham.
Hubo un silencio expandido de varios segundos antes que la mujer expresara sorpresa.
- ¿Abraham? ¿De verdad? ¡Se te oye diferente! Oh, cariño, ¿dónde estás? Oí que te habías ido de casa.
Respondió las cinco primeras preguntas del cuestionario usual, hasta que consiguió colar con bastante sutileza que la llamada era a larga distancia. Con el auricular en la mano llamó a su hija. Se escucharon los golpes sonoros sobre la puerta de su habitación.
- ¿Abraham?
- Soy yo.
Tal como lo había previsto, ella estaba recién despierta, su voz de garganta herida le trajo recuerdos placenteros, que pasaron por su mente como una película rápida.
- Dios mío...
El saludo fue tan efusivo como lo deseaba, y eso fue como una sopa caliente. Era la primera muestra de afecto en mucho tiempo... cada día en el San Niño parecía una semana.
Apretaba con bastante fuerza el puñado de monedas que sostenía en la mano... en ese puñado de níquel estaba la magia del amor.
- ¿Por qué
no me llamaste? –le reprochó- Estabas perdido. ¿Dónde
andabas?
- Más lejos de lo que te imaginas –contestó, con gravedad-
estoy trabajando en un hospital... de enfermero suplente. Me hallo en un lugar
que se llama Valle de la Calma.
Incluso ante ella, aquella confesión dolía. <Enfermero suplente> dolía.
- ¿Y cuándo vas a regresar? ¿Todo está bien?
Su interés atenuaba el dolor en más de una forma; no había repetido con dejo de desgano y signos de interrogación su actual oficio, parecía como si hiciera caso omiso a ello. Tal vez esos detalles le pasaban por alto, quizá atrapaba muy bien los balones y era cuidadosa como una maestra de Tai Chi para no herir sus sentimientos. Abraham se había convertido en un detector formidable para este tipo de cosas.
<<Dios, cómo te amo>>
Había cortado con ella por una razón tan extraña como ambigua, “hemos de darnos tiempo para conocer más cosas, más gente”, era una forma alterna de decir “quiero acostarme con más gente, y no herirte en el intento”.
- Te estoy llamando desde el hospital –contestó- ¿cómo te va?
Susana se quedó en silencio. Ella había hecho una pregunta primero... lo conocía lo suficiente como para saber que algo andaba mal: estaba deprimido, o estaba empezando a deprimirse, sabía que en Abraham, eso no era bueno.
- ¿Qué pasa,
chico? Háblame, ¿todo está bien?
- No... lo siento mucho, no quería llamarte así. No es justo.
Apretó los dientes.
- No digas eso, porque
para momentos así, es que me gusta más que me llames. Cuéntame,
¿qué pasa? ¿Es el trabajo?
- Sí, es el trabajo. No me gusta...
- Pero tienes que hacerlo, y lo sabes.
- Lo sé, pero no es eso, es...
Hubo varios segundos de silencio.
- ¿Qué?
- No es duro, no hacen que me parta el lomo.
- ¿Tienes un número? Puedo llamarte yo.
Había estado con muchas mujeres, tal vez demasiadas, pero la sensibilidad de ella era única.
<<Cómo te amo>>
- Te llamo desde un teléfono
público.
- Bien. ¿Qué me estabas diciendo?
- Mira, no me cae bien la gente, mi jefe es... mi jefe directo es un idiota
total. Si te cuento lo que pasó te reirías, pero no vale la pena,
y tampoco es eso.
- ¿Seguro?
- Seguro, muchas gracias por escucharme.
- No pierdas el tiempo agradeciéndome más, dime qué es
lo que te trae mal.
- No he salido de aquí en cinco días, Susana, me siento enclaustrado.
El hospital es grande, pero...
- ... es un hospital –interrumpió- al fin y al cabo, no es un lugar
en el que quieres pasar siquiera un ratico.
- Exacto.
- ¿Qué pasa? ¿El contrato de trabajo no te deja salir hasta
el fin de semana?
- No, ni siquiera hubo contrato, todo fue muy informal, muy rápido. Es
sólo que cuando intenté salir ayer, no pude, llovió con
una fuerza que no te puedes imaginar. No has visto nada igual.
- Pero hoy tratarás de salir otra vez, supongo.
- Quizá en la noche.
- ¿Dónde estás?
- Un pueblo que se llama Valle de la Calma –repitió- de hecho,
ni siquiera estoy en el pueblo, estoy en las afueras. No es algo que puedas
encontrar fácilmente, ni siquiera si te pones a buscarlo en Google.
- ¿Es un lugar pequeño? ¿Puedes salir a divertirte?
- He escuchado que es pequeño, sí.
“¿Puedes salir a divertirte?” Él recogía esos detalles. ¿Cómo podía haber dejado ir a alguien como ella? Sabía que todavía le daba celos imaginarlo con otras, pero él estaba primero que eso.
- Siempre he pensado que
tú eres una persona muy fuerte, lo has sido desde que comenzaron a suceder
los problemas en casa. No vas a dejar que un mal empleo te arruine siquiera
un día, ese no eres tú.
- Lo sé, pero... hay cosas que han pasado.
Tragó saliva. No iba a ser fácil hablar sobre sí mismo, eso le costaba, pero aquella era Susana, y era lo menos que merecía.
- ¿Cosas que han
pasado? Dime.
- Es complicado, pero…
En ese momento era difícil saber si ella estaba más asustada que él.
- Entonces sácalo,
y que no te quede nada por dentro.
- Tú crees en mí, ¿verdad?
- Sí.
- Han estado pasando cosas raras en este hospital... no me gusta, en verdad
que no me gusta...
- ¿Qué cosas raras, Abraham?
- ¿Por dónde empezar? Me he despertado en la noche, sintiendo
cosas extrañas... ayer, por ejemplo, apareció una mancha en la
pared que...
- LAS COSAS QUE AQUÍ PASAN AQUÍ SE QUEDAN, MALDITO
Abraham echó la cabeza para atrás, por un momento sintió una aversión más allá de lo comprensible, de lo humano, tan terrible, grotesco y repulsivo que su mente le dio un tirón, y arrojó el auricular.
El teléfono quedó guindando en zigzag a pocos centímetros del suelo, tirado por el cordón metálico.
Esa voz de hombre no era del papá de Susana, no podía ser, su mente daba vueltas, daba vueltas rápido. Abraham dejó salir un gemido.
Tomó el auricular, se le resbaló. Volvió a tomarlo con ambas manos, y se lo pegó a la cabeza con todas las fuerzas que pudo reunir.
- ¿Susana? ¿Me oyes?
La llamada se había cortado.
18 de enero de 2009