VALLE DE LA CALMA (XII)

 

 

 

1

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De más está decir que Abraham no pudo conciliar el sueño en lo que quedó de la noche.

Eso era lo de menos, sin embargo, porque no se sentía cansado. Ahora eran las siete y, lejos de sentir la frescura matutina tenía esa sensación añeja revoloteando ante su cabeza; ese aura beige que lo rodea a uno cuando no ha dormido en todo un día. Lo bueno era que si se mantenía despierto hasta la noche caería rendido, y podría estar ausente durante los momentos en que los fenómenos del San Niño eran más proclives a manifestarse.

Sostenía la nota nueva junto con la vieja, la que le advertía que debía llamar a Susana. Ambas estaban escritas por personas diferentes.

¿Quién la había enviado? ¿Y por qué le advirtió que no abriera la puerta? <<Tú sabes bien por qué, tú sabes bien por qué>> se repetía a sí mismo <<sabes que había alguien detrás de ella, y te daba miedo acercarte>>. Lo lógico era pensar, entonces, que quien había escrito la nota no era la misma presencia que se hallaba detrás de la puerta al momento de recogerla.

<<Y si hubiese girado el picaporte ¿con qué me habría encontrado?>>

Era mejor no dejar volar la imaginación, aún si él no supiera que ésta no habría sido suficiente para hacerse una idea adecuada de lo que habría visto.

Le pedían que fuera al manicomio.

Para ir hasta allá tenía que salir del hospital, y rodear el edificio. Si bien la nevada y la brisa comenzaban siempre que intentaba escaparse, tal vez ahora, al intentar llegar al área contraria, ésta lo dejara en paz. <<O tal vez se presente algún otro inconveniente, piensa en todos los males posibles para que al hospital se le acaben las ideas.>>

Las cosas serían tan, pero tan fáciles si todo estuviese sujeto a esa sencilla regla... o tal vez no, tal vez todo lo contrario.

<<Tengo la imaginación de un artista, no la de un escritor loco, lo siento>>

Lo más triste, es que ese “lo siento” se lo estaba diciendo a sí mismo, no a alguien que estuviese contradiciendo su punto de vista.

Pero era desde “vamos” cuando las cosas comenzaban a complicarse. <<¿Puedo confiar en quien escribió la nota?>> <<¿Qué espera de mí? ¿Qué quiere que vaya a ver?>>.

Justo cuando el freno comenzaba a cerrarse sobre el riel, Abraham examinó su situación desde un punto de vista más alto: <<tú no controlas al hospital, no hables como si lo hicieras... no es cuestión de poder confiar o no, no es cuestión de que tú puedas escoger cuándo estar a salvo y cuándo no, tú no tienes el poder de elegir eso, no aquí. Es cuestión de que no hacer nada significa no tener otra opción más que quedarme en la cama, hasta que se me acabe la comida, hasta que el hospital decida matarme>>.

Todo eso lo pensaba no con palabras, sino con una marea de jugos mentales que se mezclaban con imágenes y verbos.

¿Y si la nota era nada menos que del hospital? ¿Y si quería jugar con él, y llevar la tortura a nuevos niveles? <<No, eso no lo sé, eso no lo puedo saber, y no puedo tampoco intentar entender al –maldito- San Niño>>

Abraham se preguntaba una última cosa:

¿Habrá alguien vivo dentro del manicomio?

A estas alturas del juego, no podía seguir considerando a Margot, ‘la vieja loca’ como un ser “vivo”, así como tampoco a Murillo. Tras estar muchas horas sin ver a ninguno de los dos, él no podía asegurar si ellos habían sido espectros o personas de carne y hueso. ¿Se encontraría con alguien como él dentro del manicomio? ¿Alguien “vivo”? ¿Alguien atrapado, también?

La idea se hacía cada vez más interesante.

<<Sólo espero que no sea Carlos Robledo Puch>>

 

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.2

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Mientras estaba sentado en el suelo, haciéndose un sándwich de jamón, queso y mayonesa, Abraham meditaba sobre algo que le resultaba positivo.

<<No quedé aterrado por la experiencia de anoche>>

Estaba claro que se había asustado, que el corazón comenzó a saltarle con la suficiente fuerza como para sentirlo sin ponerse la mano sobre el pecho, pero al final la nueva manifestación no le había dejado la cabeza “hecha un orto” –en sus propios términos-.

<<Anota otra cosa por si acaso algún día haces una tesis al respecto, chabón: el ser humano puede acostumbrarse a casi cualquier cosa, sólo dale un poco de tiempo, y puede acostumbrarse a casi, casi cualquier cosa>> pensó, masticando. No había estado de tan buen humor en muchos días.

Después de la comida, iniciaría la incursión al manicomio. ¿Había alguna vía para llegar hasta allá sin tener que salir del hospital? No lo sabía, pero tampoco le interesaba saberlo. A él le bastaba tener la certeza de que podía llegar, y tenía el presentimiento de que para bien -o para mal-, nada iba a impedírselo.

Además, era de día, y la nota le decía claramente: no salgas de noche.

¿Y la gripa? ¿El acceso de gripa que hasta hace poco estaba sintiendo? Había desaparecido casi, a Dios gracias. En cualquier situación hubiese sido un problema, Abraham podía ser algo quejicoso, detestaba sentirse mal. Podía tener una rodilla adolorida, un brazo acalambrado, o incluso su cuello sufriendo una tortícolis, pero la fiebre no, eso sí no lo soportaba. Sin embargo, descubría que en su situación, cualquier pensamiento optimista era casi igual a sentirse saludable.

Una voz muy profunda y sabia, que desgraciadamente nunca estaba al mando no sólo en su cabeza sino en la de todos los hombres, le dijo <<lo daría todo por sentirme siempre así, en todas las situaciones malas>>

Después de desayunar, se le pasó por la cabeza que todo aquello se sentía como una verdadera excursión (y lo era, de hecho), al levantarse del suelo, casi esperó sentir el peso de alguna mochila.

Contempló por última vez sus provisiones de comida, cubiertas de nieve, tras el sucio vidrio de la ventana, sobre el alféizar. A menos que el San Niño pudiera hacer aparecer cuervos también, allí estarían a salvo.

Se dio vuelta, para observar la pared: la mancha estaba más grande que ayer, por lo menos el doble, teniendo además la particularidad de que parecía estar saliendo de la pared. La contemplación de aquello fue el único elemento amargo de esa mañana donde todo parecía estar marchando sobre ruedas. Antes, Abraham la hubiera tocado, pero ahora, sospechosamente, no le apetecía acercarse para averiguar más al respecto, y de todas formas era dudoso que sacara algo provechoso de ello.

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.3

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Cuando la puerta de su recámara se abrió, las bisagras rechinaron más de lo normal. <<Pero tal vez sea por el silencio>> pensó <<al fin y al cabo, ahora el hospital se ha revelado>>

Aquella frase había venido de una ecuación de pensamientos bastante sencilla: el San Niño ya no necesitaba obrar con sutileza para asustar a Abraham, la discreción se había acabado: se había vuelto un pandemonio, al que ya no le importaba manifestarse arbitrariamente.

Recordó el incidente de la radio, el día de ayer.

Al observar el largo pasillo que se extendía de izquierda a derecha, a Abraham le pareció que lucía mucho más antiguo que antes <<no, antiguo no es la palabra... sucio, abandonado>>, sí, eso es lo que parecía; al ser blancas las puertas y blancas las paredes, las manchas, las impurezas en el color, los tonos opacos y la mugre acumulada entre las esquinas se hacían mucho más vistosas. Todo se hallaba sumido en el más espectral silencio.
El cambio entre el día de su llegada y el ahora era obvio. Tenía que ser otra manifestación maligna del San Niño.

Decidió bajar a la primera planta por la escalera del personal... cada paso que daba producía resonancia en las paredes y los ecos se triplicaban.

Tras la recepción no había nadie. Al parecer, su amiga Margot andaba de vacaciones.

Caminó lentamente por la sala, observando que todo a su alrededor se hallaba polvoriento, abandonado e inmundo. Lo mismo se observaba sobre la mesa de la recepción. Los pedazos de vidrio seguían desperdigados por el piso, la suela de sus zapatos crujía al aplastar los fragmentos que habían quedado de su incursión al restaurante.

Levantó el banquito tras la recepción, ese sobre el que Margot solía colocar su mal habido trasero hasta desmaterializarse, de vuelta a la caja de herramientas del San Niño.

- Dudo que les importe que haga esto –musitó, con satisfacción-

Lo arrojó contra la vidriera de la puerta, haciéndola explotar. El ventanal se vino abajo entre cristales rotos y una lámina de plástico. Aquello sin dudas ahorraría mucho más tiempo que intentar abrir la puerta luchando con un metro y medio de nieve.

Al salir, sintió algo que de inmediato le despertó los sentidos, y que, sin dudas, le hacía falta: aire fresco, olores, la sensación del exterior.

Respiró profundo, y observó a su alrededor, deseando que la sensación se prolongara lo más posible. Comprendió que hace falta estar mal para apreciar algunas cosas pequeñas de la vida.

Bajó las escaleras, ensuciándose de nieve las piernas, y luchando por mantenerse en pie. Le hubieran ayudado un par de raquetas que se usan para caminar sobre la nieve, pero no disponía de tantos lujos, tenía que apañárselas.

Al erguirse, y sacudirse el cuerpo, observó un paisaje que lo dejó anhelante: la salida del hospital, tras el largo camino de la arboleda.

Su cerebro despertó de inmediato, enviándole sensaciones que sentía como picadas de avispa, alborotando su corazón y erizando sus vellos. Le provocó sonarse los dedos, masticar algo, la ansiedad le estaba subiendo por las venas, podía sentir el latir de sus propias sienes.

No estaba pensando en nada, pero sabía bastante bien lo que quería, lo que deseaba: intentar escapar.

Esa mañana se había presentado como un millón de pesos para él. La esperanza resurgía, sí, pero aquel camino, aquella salida, era el premio gordo, la meta final: la salida del hospital. Un instinto animal, casi irracional, lo incitaba a intentarlo otra vez, el anhelo llevado de la mano con el miedo y la tristeza, porque sabía, en el fondo, que no lo iba a dejar irse, no tan fácilmente.

Como para corroborar las últimas dos ideas, una brisa helada, violenta, le removió los cabellos, y le obligó a cerrar los ojos.

<<Enfila al manicomio>>

Suspiró como si estuviera cansado, y giró la cabeza: la silueta de la segunda torre se veía tras la primera. El manicomio era más opaco que el hospital, aún cuando ambas fueran fachadas gemelas.

Desde arriba, el muchacho luchaba por navegar entre la nieve, apoyándose de manos y piernas.

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4

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Desde adentro, se hubiese podido ver como un remolino, que luego se materializaría en el antebrazo de Abraham, quitaba la mugre del vidrio. Su cara alargada, enmarcada por ambas manos, se asomó por el hueco.

Todo estaba oscuro, pero podía notar que aquello parecía como uno de esos locales que está en construcción. No había más que trozos de mampostería y madera tirados por el suelo y catres guindando del techo.

El pomo alargado y ganchudo se movió lentamente hacia abajo, y con él, la puerta entera le dio paso a Abraham. Pedazos de nieve cayeron, podía sentir hasta qué punto estaban oxidadas las bisagras.

Un mediocre acceso de luz entró al lugar.

Se dio cuenta, de inmediato (y para su desanimo) que el interior era muy diferente al del hospital. Las escaleras no se hallaban en el mismo lugar, y no había pasillos sino una sala inmensa con puertas, erguidas sobre un suelo con baldosas inmensas, en blanco y negro, como un tablero de ajedrez. El mapa mental del San Niño nada valía ahí.

Observó sombras extrañas en las paredes, que poco a poco, se materializaron en figuras que, para su horror, comenzó a entender muy bien.

Sintió que sus mejillas y sus sienes ardían.

Había manchas de sangre, por todos lados. Parecían brochazos de un pintor loco, en líneas que se intercalaban, y formaban palabras y figuras extrañas, triángulos, líneas rectas y paralelas, una de ellas nacía en una pared y acababa en el suelo, en un charco pútrido y negro, y otras, sin embargo, seguían, inclusive hasta el techo, terminando en una lámpara de vidrio enorme, que guindaba peligrosamente con un catre deshilachado. No se preguntó cómo alguien podía haber hecho eso si no era con pedazos mutilados de un animal, o una persona.

Desde ahí, sentía, incluso, que podía olerla... ese aroma profundo y estancado, oscuro y repulsivo, introduciéndose a chorros por sus fosas nasales, bajando como el brazo de un gitano por su garganta, llenando sus pulmones y estómago. Podía sentirlo incluso a la piel, el tacto frío, casi grasiento de la sangre.

Abraham respiró profundo varias veces, sintiendo que las axilas se le mojaban de sudor, al igual que el cuello y los pies. Instintivamente apoyó una mano al marco de la puerta, para sostenerse y apretarse el estómago, peleando con las náuseas.

La semi oscuridad del lugar se mantenía, desde luego, pero las pupilas de él se adaptaban, y conseguían ver mejor en las esquinas... conseguía ver las huellas, las huellas de manos, en sangre, que iban de acá para allá (una de ellas era enorme).

- ¿Pero qué mierda ha pasado aquí?

Sus ojos se movieron de acá para allá, buscando alguna otra cosa, tal vez una excusa para darse media vuelta y regresar al hospital. Pero no la encontró.

Se dio media vuelta, y aprovechó la última bocanada de aire fresco de afuera, para dar el golpe de gracia al remolino de vómito que burbujeaba en su estómago. Cerró los ojos varias veces para aclarar su visión (cada paso tenía que darlo con mucho cuidado, no quería caerse en un charco de sangre, su mente insistía en ello) y así, volvió a voltearse para enfrentar el lugar.

Aquello había cobrado más importancia por ser un territorio nuevo al que explorar que un sitio para encontrar cualquier tipo de pista, en especial la que la nota le indicaba a Abraham, o tal vez la pista lo tenía que encontrar a él... pero eso, de la mano con una desconfianza natural, no sonaba demasiado tranquilizador.

Se sentía seguro sintiendo la apretada correa de su reloj de pulsera. Tenía luz fluorescente para ver la hora en la oscuridad, pero aquello era un lujo, y tras estar más de tres años en su muñeca, no estaba seguro de cuánto podía restarle a la batería... no quería que decidiera terminarse justo ahí. Debían ser las nueve y media de la mañana, tal vez las diez, era exagerado pensar que la noche lo pillaría. En un invierno austral las 5:30 PM era ya una hora alarmante, pero faltaba demasiado para ello.

La sangre estaba regada a tal extremo que en ciertos puntos era imposible no pisarla.

<<Lo que sea que pasó aquí, fue hace pocas horas>>

Dio varios pasos al frente, pero luego se detuvo, otra vez.

<<O tal vez sea sólo un escenario>> pensó, en imágenes, con esas situaciones químicas que sólo la mente es capaz de procrear <<quizá es sólo otro montaje del San Niño, preparado para mí>>

Sin embargo, sabía que la sangre era real, por el olor. Abraham lo conocía. No fue sino hasta ese momento que se le ocurrió que la idea de los vampiros, lejos de ser sensual, era más bien asquerosa.

Colocó la suela de la bota sobre un charquillo de sangre, y, lentamente, deslizó el pie hacia delante, dejando una línea roja. Colocó una mano sobre el pomo de la puerta más cercana. La puerta estaba tan oxidada que se lastimó la yema de las manos, pero al menos le brindaba seguridad, porque sus botas se deslizaban con demasiada facilidad. Una cosa es caerse de sorpresa, pero otra es hacerlo habiendo temido varias veces que aquello pasara.

Hubiese querido tener la nota ahí, nada más para consultarla de vuelta y ver si podía dirimir alguna pista de ella, algo que le indicara qué hacer, pero se deshizo de la idea de inmediato: recordaba muy bien lo que decía, “ve al manicomio”, eso era todo.

Bajo la idea de que tal vez debía encontrar algo <<o tal vez algo me debe encontrar a mí>> tuvo la certeza de que debía internarse todo lo que pudiera, y la mejor forma de hacerlo era por la única salida de la sala: unas escaleras estrechas del lado que conducían al primer piso.
Al ver cómo estas se perdían en la negrura, hasta algún lugar, allá arriba, donde debía haber una puerta en la que tendría que palpar en la oscuridad para buscar el pomo, Abraham intentó dejar su mente en blanco.

<<Si en el primer piso no hay luz, entonces me iré, me largaré>>

Aún cuando eso significase <<echar a la mierda todas las esperanzas que tengo.>>

¿Esperanzas de qué? ¿Acaso estar ahí le iba a garantizar salir del San Niño? No. Pero tenía que hacerlo. Era <<eso>> o morir con el tiempo.

Empezó a ascender, sintiendo que el frío se hacía más intenso arriba. Cuando hace frío uno se da cuenta primero por las manos, Abraham tenía la certeza de que las tenía heladas.

Ya una vez en el último escalón, de cara a la plataforma en cuyo fondo se divisaba el marco oscuro de una puerta, vio hacia atrás, por última vez, como para asegurarse que el mapa no había cambiado.

Suspiró profundamente, y estiró el brazo, en busca del pomo.

Muy cerca de él había una pared. Se dio cuenta de que había salido por lo que debía ser el pasillo más estrecho que había visto en su vida, con puertas a ambos lados, y unas rejas enormes al final, impidiendo el paso a una zona que, desde ahí, no podía ver bien, pero que al parecer tenía paredes de piedra. Las luces de las lámparas parpadeaban y de diez, sólo dos estaban encendidas débilmente en el techo.

<<Luces amarillas>> pensó.

Había un ruido extraño, cíclico, allá a lo lejos, de algo que veía titilar al son de la luz descompuesta. Era algo que estaba clavado en la pared, de algún modo extraño, y que se movía... Abraham sabía bastante bien que lo hacía, podía verlo.

Su mente se puso en blanco, y emprendió marcha adelante.

La figura cobró forma poco a poco, se seguía moviendo, y estaba de cabeza contra el suelo. Era una silla de ruedas, casi destartalada. El objeto que se movía era una ruedecilla delantera, que giraba lentamente.

La presencia de aquello lo asustó menos de lo que creyó. Sin dudas, era peor cuando no sabía que era. Pero todo pasaba rápidamente, lo suficiente como para felicitarse a sí mismo por su valor. Comenzaba a comprender que el no <<importarle nada>> era tal vez su mejor arma.

Digerido esto, se le ocurrió una idea: si no tenía una pista de a donde ir, entonces tomaría por sentado los mensajes simbólicos que él, con su imaginación, consiguiera captar. En este caso, se trataba de entrar por la puerta inmediatamente más cercana a donde estaba la silla de ruedas.

Y así lo hizo.

La primera palabra que se le ocurrió al ver el cuarto que se abría ante él fue “vomitivo”. Y la razón era más por un recuerdo de la niñez que por lo que observaba. Para él, todo lo que era gris sucio, gris grumoso, era vomitivo. Había relacionado una cosa por la otra, accidentalmente, un día en que estaba con su madre, atrapado en un tráfico infernal, observando una tarjeta de las Basuritas (Garbage Pail Kids).

Aquel lugar, además, estaba lleno de mugre negra, de aspecto viscoso. La lámpara que guindaba de un cordón blanco se bamboleaba suavemente a los lados.

Sobre el estante de adelante se hallaban sendos botellones de vidrio. Había algo dentro de cada uno de ellos, cosas que flotaban suavemente, como si observaran plácidamente al exterior. El líquido plomizo, como orín, le permitía a Abraham observar las vagas siluetas de sus ocupantes, pero entendía bastante bien lo que iba a ver, era como un monstruo subiendo por la cañería del asco. Claro que lo sabía: esos botellones eran versiones gigantes de los que usan laboratorios más modernos y cuidadosos para colocar fetos de animales o, incluso humanos. Pero al acercarse más, se dio cuenta, entonces, de que lo que contenían no eran ni lo uno ni lo otro: lo que había dentro eran niños.

La adrenalina subió por su cuello, y la sintió fría, fría y espantosa. Un vaho de consternación cubrió su cerebro.

Los cabellos de los infantes flotaban, ondulados y plácidos, hacia arriba, y sus rodillas estaban arrejuntadas, atrapadas a los lados de sus mentones, en posición fetal. La columna vertebral de uno de ellos estaba tan marcada que parecía fósil en una piedra.

Entre las costillas, la espalda, y con toda seguridad el estómago (aunque esto último no podía verlo) tenían cicatrices enormes, largas, serpenteantes.

- Oh, Dios mío...

Escuchó con toda claridad el “plinc” seco y profundo de una cabecita al chocar contra el vidrio.

- Oh, Dios mío...

Otro de los niños tenía un ojo entreabierto, pero adentro no había nada, el globo ocular se había disuelto con el líquido hacía mucho tiempo, así como todos sus órganos. No eran más que cascarones.

- Por favor, no...

Abraham había visto y se había reído de películas horrendas, mientras disfrutaba como Susana se acurrucaba contra su pecho, gritando de asco ante las escenas más horribles. Para él, lo peor de una película como el Holocausto Caníbal fue que mataran a un morrocoy. Pero salvo eso, nada le había afectado, no realmente... y así habían pasado muchos años creyendo que esas cosas no le hacían mella y que, si había alguien con un estómago lo suficientemente fuerte, al menos para ese tipo de cosas, era él, él y sus amigos. Bah, no sólo sus amigos: todos los chicos, todos parecían aguantar sin ningún problema esas cosas.

Oh, pero era algo muy, muy diferente verlo en persona. Quizá no porque le horrorizara la carne mutilada, sino la situación, la realidad:

- Dios... –repitió, con la voz quebrada- son niños muertos, niños muertos.

Se dio media vuelta, colocándose el antebrazo sobre la frente.

Lo que perturbaba a Abraham no era el acceso de vómito, o la visión en sí... iba mucho más allá. Lo que lo perturbaba era el por qué de todo aquello <<¿por qué alguien hizo esto?

Para su gran asco y perturbación, estaba a punto de descubrirlo.

Lo que estaba escrito en las primeras hojas de una libreta forrada de cuero marrón que se hallaba sobre una de las tapas blancas de los botellones, con más de la mitad colgando en el aire, invitando a tomarlo, bastaba:

...

Diciembre 15

 

Ya nos han traído los corderos. Son seis. Podemos operar.

Pero no creo que alcancen hasta febrero, no con la fila de pacientes que traemos.

Nota: pedirle a Borghild más, porque sus cálculos salieron mal.

Nota 2: Borghild me dice que todo va a estar bien. Desconozco que otro negocio tiene con los corderos allá en el hospital, pero yo estoy seguro que hasta febrero no alcanzamos con lo que trajo. Y espero que le llegue este mensaje a través de ti, Torres. Yo tuve una discusión hace poco con él, y no me animo a hablarle.

 

Nota 3: TORRES, OJO

Ten cuidado con los corderos, no pueden ver lo que sucede en el pasillo. Y cuando me refiero a “no pueden ver” no es que no puedan, sino que no deben.

Uno observó por accidente los botellones sin que nos diéramos cuenta, lo sé porque el día que lo llevamos a la sala de operaciones se puso histérico, como es comprensible.

A los que lleven ya tres o cuatro operaciones, y empiecen a resentir la falta de órganos, hay que separarlos de los demás.

El niño paraguayo del que te hablo se resistió a última hora cogiendo un bisturí. Ten en cuenta que a mí me pagan bien, pero ninguna cifra en el mundo me va a poder devolver mi ojo.


Murillo

...


PD: no se te ocurra tirar los cuerpos, por más que te tiente. No te angusties por deshacerte de nada porque Balmaseda es quien se encarga de ello. No caigas en el mismo error que yo, Borguild casi me descabezó por eso. Limítate a dejarlos sumergidos en formol y pasa a otra cosa sin nervios.

Te puede sorprender, pero aún siguen siendo útiles: Balmaseda trasquila la piel para hacer carteras, sacos, guantes, o cualquier otra cosa que se te pueda ocurrir. No creerías la cantidad de gente enferma en este país que compra esas cosas. Dios los cría y ellos se juntan; Borguild, como siempre, es el que se encarga. Tiene sus momentos, pero para hacer dinero es un genio.

...

 

Abraham cerró lentamente la libreta, y se la metió en el bolsillo.

Su buen amigo, el sabio doctor Murillo.

De haberlo tenido en frente, muy posiblemente, sin falsas pretensiones ni amenazas vanas, le hubiera roto la cara, le hubiera sacado el otro ojo. Ese ser humano, su cara, sus cejas pobladas no se correspondían a su fría letra, ni mucho menos lo que estas decían.


La realidad del San Niño se descubría ante sus propios ojos.

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5

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Cuando salió de la habitación, Abraham todavía sentía como si un chispazo de menta fría estuviese recorriéndole la cabeza. Era un sentimiento que estaba muy cerca de la emoción, y que le daba demasiadas cosas en qué pensar. De por sí, el viaje ya había valido la pena.

Enterarse de tantas cosas que podían meter en un problema descomunal al personal que laboraba ahí, y tener una prueba de ello en su bolsillo lo hacía sentirse poderoso, poderoso ante el hospital. Y desde el primer día que había puesto un pie en las instalaciones del San Niño, aquello era novedoso.

Observó que la ruedilla de la silla de ruedas había dejado de girar. Eso lo inquietó.

<<Ya descubrí el secreto que se ocultaba en esta habitación, y por eso has dejado de girar, ¿ha sido eso? ¿De verdad mi instinto está en sintonía con este lugar? ¿De verdad estamos interactuando?>>.

La nota que había conseguido debajo de su puerta comenzaba a tener lógica, ya había encontrado algo ¿qué hacer ahora? Irse fue lo primero que se le ocurrió.

Observó pasillo abajo, a la puerta por la que había llegado, convenientemente dejada abierta por sí mismo.

<<¿Qué hacer ahora?>>

<<Debería seguir revisando, no puedo perder el chance de encontrar más>>

Y las cosas útiles podían estar a la vuelta de la esquina, si se lo proponía. Eso era algo que había aprendido de su <<difunta -difunta gracias a tu padre->> madre.

- Cállate, Abraham –se dijo a sí mismo- sólo cállate.

Las rejas del fondo se veían con mucha más claridad ahora: estaban oxidadas. Detrás de ella, la pared de piedras se veía tan oscura que era imposible saber qué había a los lados (¿se abría otro pasillo?). El olor que desprendía el sitio era mohoso, repulsivo, un olor verde y nauseabundo. El cambio de ambiente era irreal, como si el escenario, de ser un simple pasillo de hospital, pasara a ser unas catacumbas, protegidas por unos barrotes gruesos, protegidos por una cerradura donde debía caber una llave del tamaño de una mano.

Sin pensarlo demasiado, giró el picaporte de otra puerta, y la abrió, de golpe.

De derecha a izquierda, se hallaban dos estantes que llegaban hasta el techo, resguardadas de vitrinas sucias, llenas de medicinas y frascos. También había algodones y jeringas, algunas de ellas ya introducidas dentro de los frascos de suero, listas para extraer líquido.

Salvo eso, más nada.

Respiró profundo, y cerró la puerta.

En la siguiente, volvió a encontrar exactamente lo mismo, sólo que, agregado a los botiquines, había una camilla, vacía, con las sábanas desordenadas. Y lo mismo con la otra, y la otra después de aquella. El problema vino cuando Abraham ingresó en la habitación más próxima a la reja del final del pasillo.

..

6

...

 

Abrió la puerta. Dio dos pasos al frente.

La luz violeta, cuya fuente era un parpadeo moribundo detrás de un estante que tenía un bombillo de parrilla tras el cristal inmundo, apenas conseguía otorgarle una vista decente del lugar, en especial el suelo, que era un lago de sábanas extendidas irregularmente una sobre la otra, arrugadas y sucias. Se levantaban en espirales cerca de las patas de hierro de una camilla.

Abraham introdujo la mano en su bolsillo y extrajo los anteojos. Había tantos detalles ocultos entre las cubiertas que tenía que tener un soporte a la realidad para que –su imaginación- y los latidos del corazón no desbocaran. Estaba haciéndolo muy bien desde que había visto a los niños, y quería seguir así.

Pero una sensación tiró su línea de pensamientos, una sensación que comenzaba por sus botas: sentía que algo estaba tirando debajo de ellas.

Bajó lentamente la cabeza, los pliegues de la sábana que estaba pisando se movían, se estiraba lentamente.

Escuchó el suave crujido sedoso de la tela, mezclada con la grima que ese sonido le producía. Era como si algo debajo de todo ello estuviera despertándose, poco a poco, y estuviera emergiendo hacia arriba. <<Algo que tú despertaste, Abraham, y aquí viene... aquí viene... aquí viene... aquí viene>>

Decidió dar un paso hacia atrás, el corazón se aceleró y sintió un vacío en el estómago, y pronto se vio presa del pánico cuando tuvo que sostener el equilibrio sobre el pomo de la puerta, sus cinturas se doblaron y sus piernas hicieron otro tanto, las sábanas ahora tiraban con una fuerza increíble, hacia el centro de la habitación.

- ¡Maldita sea! ¡Puta mierda! –gimió-

Pegó la espalda a a la primera superficie que encontró y su cabeza rebotó contra la puerta. Sintió el mundo dando vueltas dos veces, arropadas bajo el horror de saber que con su propio peso la había cerrado de golpe. Lo embargó la amarga desesperación de que todo se estaba saliendo de control cuando hacía un minuto era lo contrario.

Las sábanas ya no tiraban, pero sí se movían, y lo sabía perfectamente por las arrugas que iban y venían al paso de una joroba sobresaliente, que se alzaba cada vez más.

Un gemido ácido y plañidero azotó sus oídos.

Se descubrió una mata de cabellos dispareja en un cráneo sarnoso y pálido, perteneciente al rostro de una niña con retardo mental. Su ojo izquierdo estaba seco, muerto, como una crisálida podrida, la pupila negra sobresalía por el liquen seco, extraviado en su órbita. El otro ojo veía fijamente a Abraham, la parte que debía ser blanca estaba llena de un rojo tan oscuro que su iris apenas era distinguible.

Arrojó un cacareo casi inhumano por su boca desfigurada, desmedidamente grande, como un grito de guerra, o tal vez un saludo, y acto seguido, comenzó a arrastrarse a su dirección.

- No, por favor...

Su única contestación fue otro cacareo subnormal, más suave.

Descubrió su cuerpo; salió como un gusano entre las sábanas. Abraham observó con desmedido horror que las piernas de la niña eran más delgadas que sus antebrazos, incapaz de sostenerla, sus rodillas apenas eran nueces entre la piel, y los dedos de cada pie eran apenas pequeñas bolitas de carne inservibles.

- ¡Aléjate de mí! –gritó, con tanta fuerza que su propia voz quedó desfigurada-

Pero ella no estaba dispuesta a escucharlo, y le faltaban pocos metros para poner la primera mano sobre las piernas de Abraham. La observó desaparecer bajo las sábanas, otra vez, y volver a convertirse en ese inmenso muñón alargado aproximándose despacio.

Abraham abrió la puerta de golpe, se escabulló por el hueco y la cerró con tanta fuerza que se lastimó la mano.

<<ELLA SABE ABRIR LA PUERTA>>

<<SALTE DE AQUÍ, ELLA PUEDE ABRIR LA PUERTA, SE VA A TREPAR POR LA PUERTA Y LA VA A ABRIR, LA VA A ABRIR, LA VA A ABRIR, LA VA A...>>

Otra vez el mismo gemido repulsivo, como el de un animal, que venía de dentro del cuarto, como una advertencia seguida al propio relámpago doloroso de sus pensamientos.

En su propio pánico abrió la puerta que estaba justo detrás de sí mismo, y se arrojó adentro, cerrándola detrás de él, y esperando, con todo su corazón, que la niña no tuviese la capacidad mental suficiente para no discernir que si él ya no estaba en el pasillo, era porque seguramente había desaparecido mágicamente.

Abraham cayó al suelo, golpeando su espalda contra un armatoste de camillas apiladas una sobre otra, junto con otro tanto de sillas de ruedas. Abrazó sus rodillas, intentando no gemir, no hacer ruido.

Sintió las pesadas gotas de sudor bajando por su frente.


 

3 de junio de 2009

 

 

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