VALLE DE LA CALMA (XIV)
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Patricia Corriz se hallaba en la estación de Retiro, con una mano haciendo sombra sobre su frente, buscando a un ómnibus que no acababa de aparecer y que tenía ya treinta minutos de retraso.
A ella no le molestaba en lo más mínimo, era demasiado dulce como para que los axiomas típicos de Buenos Aires la molestaran. No se dejaba agobiar por muchas cosas, no se dejaba entretener obsesivamente por la pantalla de arribos.
Y de hecho, más que agobiar; no permitía que muchas cosas tomaran un sitio lo suficientemente importante como para ponerla en un cuadro de estrés cotidiano, mundano, tratándose de la gran ciudad, con la excepción ineludible de su profesión, no sólo porque era su brújula en la vida, sino porque era una de esas que hay que tomar en serio.
Sobre ella se habían referido una vez como “anacrónica” porque tenía ese tipo de rostro que se asocia a épocas de abolengo, y el hecho de que a menudo la llamasen “Karen” (por su impresionante parecido físico a la otrora personaje de Will & Grace, cuando estuvo de moda) no hacía sino poner más leña a aquellos comentarios que se habían convertido en muletillas, porque la mayoría sentía que había poco de qué hablar con ella.
Patricia debía pertenecer a ese extraordinario porcentaje de mujeres que no soñó nunca con ser actriz. No acarició tal idea en una sola de sus fantasías; no era lo suyo, y si algo le sobró desde que era joven, era tener los pies puestos donde los debía tener.
Su cara era circular, y su cuerpo tenía ciertas redondeces. Más de uno, sin pena, se había referido a ella como “gorda linda”. En sus ojos y cabellos negros, siempre recogidos hacia atrás, es donde obraba la mayor parte de aquella magia en la que uno no podía evitar verla con un vestido parisino burgués. Hubo muchas mujeres como ella, en esos tiempos, que encajaban bastante bien con el rompecabezas de entonces.
Su barbilla redonda se acentuaba en cada sonrisa, y sus manos femeninas, con esos dedos puntiagudos, sujetaban el equipaje de mano, que era un bolso antiguo y de aspecto esponjoso. Como una especie de monedero enorme.
Cualquiera hubiera pensado que verla en medio de una guerra hubiese sido la cosa más cruel del mundo, quizá incluso descabellada. Noción incorrecta: atender a una larga cantidad de heridos habría sido lo que mejor se le hubiese dado durante horas e incluso días. Patricia era fuerte, aunque no lo aparentaba. También pertenecía a esa reducida cantidad -no de mujeres, sino de seres humanos en general- que podía ver la carne y lo que había dentro de ella sin inmutarse.
Ahí llegaba finalmente el ómnibus, ese que la llevaría al sur. Hubiese querido pagarse un boleto de avión, pero al meditarlo bien, concluyó que no tenía prisa, y que si bien no preocuparse por los disgustos de la Argentina moderna no era óbice para saltar en una piscina llena de problemas, Aerolíneas Argentinas le habría causado un par que no había por qué no evitar. Tenía unas largas vacaciones por delante (si a dos semanas podían llamárseles largas vacaciones). El jefe de médicos, <su> jefe, había sido algo egoísta: ella le había dicho que necesitaba sólo una semana, no tenía nada más interesante que hacer (ni ahora ni nunca), pero él insistió en darle dos, porque le pareció que con eso estaría más contenta. Era uno de esos tipos que no podía entender a las personas como ella.
Se había convertido a los 28 años en la jefa de enfermeras más joven del hospital, y además una de las más jóvenes en toda la historia de la ciudad. Bajo su mando había alrededor de cuarenta colegas, muchas de ellas le sacaban bastante edad. Pero a la mayoría no le importó nunca, porque después de todo no hacía falta echar las cartas para verlo con claridad: Patricia había nacido para ello. Patricia sabía de todo y resolvía cualquier problema. Patricia era el jodido milagro ambulante del hospital Buena Ventura, quizá el primero de su clase en setenta y nueve años.
Y ahí se hallaba, como hipnotizada, viendo al logo de el águila dorada pintada en la superficie del ómnibus.
Uno que la llevaría de Buenos Aires a Provincia de la Pampa, y de ahí a la provincia de Río Negro. Entonces tomaría un autobús hacia su destino final: Valle de la Calma.
El lazo que la unía a ese lugar era extraño; ahí había nacido ella, pero a la hora de la verdad, para la mayoría, eso significa poco.
La habían dado a luz en la casa Corriz, (su madre no quiso ser trasladada
al hospital más cercano, se resistió con ímpetu formidable,
las atenciones y necesidades del bebé serían atendidos en casa,
pues así lo había previsto y planificado.)
Su madre tenía un carácter extraño, pero fue una excelente
mujer, y una grandiosa madre, mientras duró. Ahora, a los 33 años,
Patricia la recordaba con un nexo poderoso y especial. Habían muchas
preguntas sin respuestas, pero eso no importaba ahora: a la edad de Cristo empezaba
a tener dudas que no deberían haber aparecido sino hasta quince años
después, cuando uno se toma en serio por primera vez eso de que cada
vida tiene un ocaso y que nada dura por siempre. En su caso, iba a desquitar
esas dudas existenciales visitando la casa donde había nacido, el lugar
donde empezó todo.
Ahí, donde había vivido por dos meses hasta que estuvo lo suficientemente estable como para ser sacada de Valle de la Calma, a casa de la tía en Buenos Aires, casi de contrabando. La señora Muriel Corriz no tenía intenciones de que su hija creciera en el pueblo, y todo lo que Patricia sabía era que, si no se había marchado para darla a luz en Buenos Aires en primer lugar, había sido por fuerzas mayores a ella.
¿Cómo? Eso no importaba ahora, esas iban a ser por siempre preguntas eternas, su madre había tenido sus razones y sus problemas; eso era todo lo que necesitaba saber. Ella había sido una buena mujer.
Los recuerdos y los nexos era una razón accesoria que alfombraba la causa de más peso para el viaje: Patricia necesitaba dar testimonio ante el departamento de hacienda local de que la casa pertenecía a su madre, y que, por lo tanto, ella ahora era la propietaria. No quería perderla, porque tal vez, algún día, tendría necesidad de ella. Podía ser para su retiro, al jubilarse, o bien podía inclusive venderla.
Y sí, también estaba eso: sacar todas las cosas de importancia de ahí, todos los <<nexos>> de su madre.
El problema era que la difunta señora Corriz no había dejado en el testamento que esa casa le pertenecía ahora a Patricia (ni a nadie), ni tampoco hizo ningún esfuerzo por venderla... a decir verdad, Muriel se desentendió con ese lugar en todo lo que le restó de vida.
Se había informado muy bien por el hermano de un doctor, quien era abogado, que, cuando este tipo de situaciones suceden, el estado se queda con la propiedad. Sin embargo, el estado en sí no parecía interesarse mucho por Valle de la Calma. Así que su antiguo lugar de nacimiento estaba destinado a convertirse en un punto muerto, una dimensión desconocida, como muchas que hay en Argentina.
Quedarse con la casa sería un accesorio, un premio mayor. Pero era improbable. Por eso, se iba a llevar todo lo que le pertenecía a su madre, al menos las pequeñas cosas. Eso nadie podía quitárselo.
Y las dos semanas de vacaciones que tenía por delante (su último día de trabajo había sido el domingo, ella no perdía el tiempo) los dedicaría a poner ciertas cosas en orden. Cosas viejas.
Como alguien que muchas veces sintió en la carne ese lazo, vínculo especial con la madre, (muchas veces en sueños, muchas veces, de forma acentuada, al despertarse por la noche) Patricia tenía, desde luego, curiosidad en saber cosas con respecto al tema con el cual la tía Adriana siempre se ponía pesada: ¿por qué su conducta tan extraña con respecto a ése pueblo? Muriel se había pasado toda la vida evitando ese tema con tal celo que se lo había llevado a la tumba. Con eso pensó, tal vez, que mataría el secreto, por eso Patricia se sentía mal al pensar en ello, porque estaba haciendo algo que posiblemente, su madre no quisiera que hiciera. Peor, estaba jugando sucio.
Pero tal vez eran sólo “cosas de ella”, cosas de mujer mayor. ¿Se había ido por un hombre? ¿Por un altercado? ¿Por un problema grave? Eso no tenía importancia: <<ya han pasado 33 años>> creyó <<no hay mal que dure tanto tiempo>>
El sonido del motor la sacó de su mundo: el ómnibus estaba estacionado ya.
Quería estar en el andamio para aquél momento. Era primera vez que viajaba en ómnibus, y quería sentir en ella toda la experiencia del viaje, inclusive verlo llegar.
La brisa fue lo suficientemente fuerte como para jalar su bolso de mano.
De toda la gente que estaba esperando en el andamio, ella fue la primera en abordar, mientras el resto hacía fila, para dejar todos sus pesados equipajes con el acomodador.
Antes de entregar el boleto al oficial, se dio media vuelta para observar el relieve de Buenos Aires, por última vez.
Tal vez aquellas sí serían unas largas vacaciones.
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2
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Abraham se despertó, lentamente.
Estaba consciente de que se había desmayado, el problema es que no sabía exactamente por cuánto tiempo.
Levantó la cabeza, y luego el torso, viéndose empapado de sangre. Sus reacciones se empezaban a manifestar lentamente. Al lado de él, reposaba el cadáver de lo que alguna vez había sido su jefe.
Se sabía a sí mismo como un asesino. ¿Qué sensación dejaba aquello? Era difícil explicarlo, porque el sentimiento más primario, más próximo que se tiene es la histeria, por lo menos en un chico normal, como él, una mezcla amarga entre <<¿qué he hecho?>> y <<me va a atrapar la policía>>.
Pero esa última posibilidad no estaba presente (ojalá la estuviera).
Así que ¿qué quedaba? No lo sabía. Aquello era como cuando perdió la virginidad, se sentía ingrávido, como si estuviese cruzado a otra dimensión.
<<Maté a alguien>>. Y vaya forma de hacerlo.
<<Ahora eres como papá, Abraham... exactamente como papá>>
- Cállate.
Se vio las manos. La sangre no había salpicado entre sus dedos tanto como en sus brazos. Sus anteojos, que por supuesto, se le habían caído, habían ido a parar en la espalda de Gianluca.
Lo recogió, con delicadeza. Uno de los espejuelos goteó sangre. Comenzó a limpiarlo con su franela, ayudándose con el dedo pulgar.
Vio de un lado a otro. Todo seguía igual en la biblioteca.
Luego observó el cuerpo. La espalda casi jorobada, al rojo vivo, de lo que alguna vez había sido un ser humano.
Se apoyó de una mano para ponerse de pie. Pensó en si debía llevarse el picahielos. Le podría servir como un arma: ¿o quizá, por instinto, pensaba en no dejar ahí la prueba del delito? Un solo pensamiento bastaba para tomárselo con desenfado; eso no importaba, no importaba para nada, <<vuelvo y repito, no me van a venir a buscar en el lugar donde estoy>>.
Respiró como si estuviese esnifando algo, y se limpió el costado de la frente con el reverso de la mano. Sentía que necesitaba un baño.
Se palpó el bolsillo: no, no se había mojado de sangre la libreta de Murillo, con sus mórbidas confesiones. Esa era la prueba que lo ayudaría a justificar ante sí mismo lo que había hecho, aún cuando en sí, haberlo hecho se sentía como... tener la necesidad de oler un marcador y en respuesta inyectarse droga en la sangre.
Observó la hielera plateada de donde había sacado el picahielos. Estaba volcada en el suelo, acompañando a varias otras cosas derramadas.
Pero eso no tenía importancia ni significado alguno;
lo que le llamaba la atención estaba ahí, cerca del cubo; era
una libreta, una como la de Murillo, pero ahora de piel negra.
De entre todo el regadero de cosas, eso fue lo que más le llamó
la atención.
Y sí, había que pensar en ello, porque era inevitable… claro que lo era; el manicomio se manifestaba otra vez. Era como antes, exactamente igual; aquello no era accidental, aquello había sido puesto ahí para que él lo encontrara, y… y…
Fue hasta allá, y la recogió del suelo.
En el momento que levantó su dedo pulgar para abrir la tapa y empezar a ojear las páginas, entendió qué era ese tapujo, ese algo que luchaba por llegar a la palestra de su cabeza, y… y…
Levantó la muñeca y observó la hora, sintiendo ya un ardor horroroso en su cabeza... porque Abraham sabía bastante bien lo que estaba pasando, o más bien, lo que estaba por pasar…
Eran las 5:40 pm.
- ¡DIOS MÍO, NO!
En cualquier segundo comenzaría a oscurecer: ¿no se lo había
advertido la nota, la nota debajo de la cama? “¿No dejes que la
noche te agarre en el manicomio?” ¿Eso era lo que decía,
justo antes de la postdata? No estaría en la salvedad de su cuarto para...
<<para evitar ser ¿comido, destrozado, descuartizado? Por el ente que estaba detrás de tu puerta ayer, cuando cogiste la nota... Abraham, él está acercándose ahora, de hecho, está aquí contigo, en la biblioteca, contando los segundos>>
- ¡NO, NO!
Salió disparado contra la puerta, abriéndola de golpe. La oscuridad del pasillo lo aterrorizó, hasta el punto de no sentir los zapatos en el suelo, pegando alaridos.
- ¡DIOS MÍO, CÓMO PUDE SER TAN ESTÚPIDO, COMO PUDE HACER ESTO, COMO PUDE, COMO PUDE…!
Bajó por las escaleras de caracol, golpeando la cadera repetidamente contra el barandal, estrellando su delgada carne contra el hueso de la cintura. Pero eso no importaba, ningún dolor importaba ahora, su corazón era una tormenta enferma …
Escuchó el estruendo de la puerta de arriba: ¡alguien la había abierto! ¡No era una alucinación! ¡Alguien la había abierto de verdad! ¡De verdad, verdad!
<<Ya ha empezado a perseguirte, Abraham, la cagaste, la cagaste>>
- ¡NO! ¡NO! –Chilló, seguido de un grito de histeria-
La sala polvorienta estaba casi totalmente oscura, salvo por la luz parpadeante que venía del pasillo, la del (gordo loco encerrado). Abraham no podía pensar en él, no podía pensar en mada más que el instinto animal, sobrenatural, de salvarse.
Corrió a través del pasillo, y se arrojó contra la puerta.
“tan tan tan tan tan tan tan tan tan”, el ente venía bajando las escaleras de caracol de la sala de atrás. Estaba corriendo también. Lo escuchó perfectamente bien.
No eran alucinaciones, era real, lo escuchó, lo escuchó, lo escuchó…
<<¿Abraham, por qué no haces lo único que podrías hacer ahora? Detente, no puedes escapar. Detente y plántatele, y lucha. No sigas escapando. Debería darte la vuelta y verlo… va a ser horrible, sí, pero no puedes escapar, no puedes…>>
Alzó otro grito despavorido, bajando a su vez las escaleras que llevaban al segundo piso: el de las mazmorras.
Se le ocurrió esconderse en una de las habitaciones del pasillo contiguo, tal vez en la misma que usó para huir de la niña <<huir, huir, huir, huir>> pero sería inútil; el espectro no era tonto, no era la niña… y podía olerlo.
Corrió por el pasillo, las rodillas casi le llegaban al pecho, y los brazos se zarandeaban para arriba y para abajo, como una hoz.
Jadeaba, gemía, su pecho emitía vibraciones agudas, y sus anteojos estaban empañados, Abraham se los sacó de la cara y los arrojó al suelo, dejándolos atrás.
Abrió la última puerta, y salió en la boca de lobo que eran los escalones que lo conducían al primer piso. No se tomó la molestia de bajarlas: saltó directamente.
El espectro venía corriendo ya por el pasillo, en cuestión de nada abriría la puerta que él casi había derribado. De hecho, había creído escuchar como pisaba sus anteojos.
Abraham salió disparado por la sala de abajo, por un segundo aterrador pensó que se lastimaría el tobillo con la caída, pero no sucedió.
Pero, horror, le pasó aquello que tanto temió: se tropezó con un charco de sangre, y resbaló por el suelo, directamente hasta la puerta de salida, la cual hizo un ruido seco, cruel, con el sonido de su cabeza.
Los tablones de madera podrida salieron disparados hacia fuera.
- ¡DIOS MÍO! –Bramó, gritando- ¡DIOS MÍOOO!
<<ESTÁ MUY CERCA DE TI, ABRAHAM, MUY CERCA, TAL VEZ YA PUEDE VER TU ESPALDA>>
Se le ocurrió, muy profundo dentro de su propia mente, lo paradójico que era las formas en como las cosas habían terminado en el manicomio. Se preguntó, por un instante, cómo era posible que lo que nunca tenía que pasar pasara. Que la primera advertencia de la nota sería lo que al final lo condenara.
Saltó por la nieve como un conejo, echó un vistazo al cielo: en efecto, ya había oscurecido.
<<Cómo pude dejar que pasara esto, cómo pude dejar que pasara esto, cómo pude dejar que pasara esto, cómo pude...>>
Fue dando brincos, echando mano hasta lo último de su energía, con los brazos extendidos por el aire. Cualquiera que hubiese visto la escena se hubiera reído, tal vez, pero en realidad hubieran gritado, hubieran gritado despavoridos, hubieran sido presas del pánico más aberrante y enloquecedor, al verlo, a ver aquello que lo estaba persiguiendo, acercándosele gradualmente, obviamente más hábil sobre la nieve que él.
Saltó dentro de la vitrina rota del hospital, su frente se encontró con varios pedazos de vidrio que sobresalían de la parte de arriba. Los rompió de cuajo, pero no sin pagar un precio. Empezó a sentir su propia sangre sobre las cejas.
<<Irresponsable, idiota, idiota, imbécil, irresponsable, irresponsable, asesino, idiota, irresponsable>>
Vomitó otro alarido, Abraham pateó la puerta doble y empezó a subir las escaleras, de cinco en cinco.
Su cerebro estaba hecho un caos mental de horror, pensó en la roca madre, la roca de la locura, del suicidio, el punto del suicidio. Pensó en su padre, pensó en Susana, en su hermano, en escenas de su adolescencia, y luego de su niñez, y su madre, y luego todo se borró cuando un corrientazo de horror lo asaltó de vuelta.
Salió por el pasillo, divisó su puerta entreabierta. Las lámparas estaban encendidas... el espectro ya estaba en el pasillo, sus pisadas tenían un peso formidable.
Abraham empujó su puerta y la tiró al frente, cerrándola de golpe.
Cayó de rodillas, llorando.
Arrojó la libreta de cuero negro contra la puerta, la cual rebotó y cayó abierta sobre la alfombra.
La sombra del espectro podía verse bajo el resquicio de la puerta.
- ¡Hijo de puta, mamón! –Bramó, sollozando-
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3
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Hora y media después, Abraham todavía tenía el corazón acelerado. No quería ensuciar su propia cama, así que estaba tirado en el suelo, respirando con fuerza, desnudo.
Estaba en shock.
Tenía la mente en blanco; el horror puro se arremolinaba en torno a su cabeza como un huracán. No había nada coherente: casi me matan, casi me matan, casi me matan, casi me matan, casi me matan. Y en un lugar mucho más pequeño: asesiné a una persona, y no sólo eso, sino que para hacerlo se ayudó de un picahielos, y ¿qué más? Oh, sí: todavía no habían esperanzas de escapar del San Niño... no, nada que ver.
Sin embargo, su dominio sobre la información se había expandido sobremanera, y eso le podría dar mucho que pensar. Abraham lo sabía, lo sabía bien, el problema era que aún después de eso, la resaca del asesinato, y de su situación, permanecía embotándolo por completo, agotándolo mentalmente, por otro lado, tenía algo más importante de lo que encargarse: saberse ya a un paso de la locura.
Locura que, por cierto, no sería ningún alivio, porque aún los locos pueden sentir terror.
Oficialmente, el San Niño había tratado de matarlo, por primera vez, hoy, en la noche.
Levantó la cabeza, viendo entre los dedos de sus pies al resquicio de la puerta. No había sombra alguna, el espectro se había marchado.
Volvió a apoyar la cabeza al suelo.
Intentó enviar algo de oxígeno extra a sus pulmones, respirando profundo... de ese modo su corazón se calmaría. Estaba seguro de que esa noche no iba a dormir, y el día de mañana no guardaba esperanza alguna. Todo el mal volvía a su cauce natural.
Se levantó del suelo, sentía dolor en la espalda, y sus músculos estaban agotados. Su cuerpo tenía ganas de dormir, pero su mente no se lo permitiría, de ninguna manera. Abraham no tenía forma de saber qué era conveniente para él, sus pensamientos estaban demasiado alejados de cualquier pensamiento racional. La comida tampoco suponía un problema: no le importaba que siguiera allá afuera, en la cornisa, porque tampoco tenía hambre, a pesar de que su estómago rugía.
Caminó lentamente hasta el baño, y encendió la luz.
Su cuerpo estaba húmedo, la sangre de Siffredo había traspasado la ropa, y además, hasta hace poco había estado empapado de sudor.
Se dio media vuelta, observando la pared sobre su cama: la mancha ya no estaba ahí.
- Supongo que ya no tienes nada que decirme... –musitó, con un hilo de voz- eso está bien. Siento si te hice sentir mal, cuando me asustaste. Lo siento mucho. Lo siento mucho…
Hablando del tercer piso, Gianluca le había dicho que ahí estaba <<la otra mitad de la galleta, la otra mitad de la galleta, la otra mitad de la galleta>>, lo habría anotado, de haber podido. No quería olvidarlo, aquella revelación era similar a la nota que había recibido ayer. Su nueva incursión podría remontarse a sólo dos pisos arriba del suyo. Eso era mejor que volver al manicomio.
Empezó a llorar, otra vez. <<Todavía no pierdo las esperanzas>>
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4
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La enfermera llegó corriendo a la oficina del doctor González, sin molestarse en golpear. Con la falda apretada bajo la bata y los tacones puestos, parecía una muñeca Barbie atrapada por las limitaciones de sus propias articulaciones de goma.
- ¡Doctor!
En su voz había reproche, reproche sin vergüenza ni miedo. González tenía el celular sobre el escritorio, y estaba apagado. Un doctor nunca debe tener el celular apagado, pero el bueno de González tenía todavía demasiadas cosas en qué pensar, las radiografías de su paciente estaban regadas sobre la mesa.
- ¡Es Susana Marceni! ¡Se está muriendo!
Hacía por lo menos diez años que González
dejó de pensar que podía volver a correr con tanta fuerza como
lo estaba haciendo ahora…
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5
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Nunca en su vida se había bañado con agua tan caliente.
No lo hizo intencionalmente, es sólo que su mente estaba tan desconectada de su cuerpo, que Abraham no sentía (o bien no le importaba, que es casi similar) estarse quemando.
De todas formas, la sangre impregnada se había limpiado ya, y ahora no era más que una sopa de tomate circular entre sus pies.
Cerró la regadera, tendría que esperar varios minutos de pie antes de coger la toalla, si quería secarse bien. El vapor que se había acumulado en el baño era tal que hubiese podido enjabonarse y bañarse sólo con él, metafóricamente. Pero él mismo sabía, en algún lugar profundo de su encogido y ahora precioso terreno racional, que su cabeza estaría deambulando en la nada tres horas más, antes de tomarse por lo menos unos cuarenta y cinco minutos en hacer algo tan simple como comer, o intentar dormir.
Era la Tormenta Perfecta. Pero todavía seguía cuerdo, sí... por fortuna, todavía no habían echado abajo la torre de su cordura. En el fondo, él también lo sabía.
Posó la mirada sobre la libreta de cuero, colocada detrás del grifo del lavamanos. Él mismo la había recogido del suelo, porque, entre esos pocos momentos de lucidez repentina, entre esos pocos “despertares” de su resaca, había intentado “defenderse” buscando una distracción, y dejarla al alcance de la vista era la mejor manera de recordarle que tenía lectura por delante. Había sido una buena idea, porque se había olvidado de ella al minuto que entró a la ducha, y seguramente volvería a olvidarla el segundo después que dejara de verla.
Ahí estaba, desnudo, de pie, chorreando agua desde hacía rato, viendo fijamente el pequeño librito de hojas desgastadas. Sin distraer su mirada de él, estiró un brazo para tomar la toalla, y pasarlo por sus cabellos, y su cara. Sus ojos eran más grandes que nunca.
<<Toalla, calma, libreta>>
Ni él mismo podía seleccionar las palabras que pasaban por su cabeza.
Respiró profundamente por la nariz (el agua caliente había hecho trizas lo que quedaba del conato de resfrío). Cogió la libreta. Se sentó al borde de su cama, observando como el vapor todavía se deslizaba desde fuera de la puerta del baño, espectralmente.
<<Odio a Dios>>
No sabía ni por qué pensaba lo que pensaba. Muchas veces podían tenerse pensamientos no selectivos, a él le pasaba cuando divagaba, sin embargo, nunca se había sentido tan fuera de control como ahora, tan desconectado. Era como tener una brújula que gira caprichosamente.
<<Brújula>>
Abrió la libreta.
El memo estaba escrito por un tal supervisor Olifante, que por cierto, tenía una letra espantosa.
El supervisor Olifante estaba a cargo de las mazmorras, así como el doctor Murillo del pasillo que venía inmediatamente antes <<del de la niña retardada...>>. En ella anotaba todas las anécdotas, travesuras y tiquis-miquis de los prisioneros. Por la forma tan mecánica en como el señor Olifante escribía sus reportes, Abraham supo, sin muchos problemas, que no lo hacía por cuenta propia, sino que lo obligaban a llevar un informe detallado.
<<Borghild>>
Leyó varias cosas, algunas inclusive insignificantes, sin dudas, el supervisor Olifante no era una persona muy brillante. Anotaba cualquier estupidez, sin embargo, era un tipo que por lo menos aprendía rápido: su redacción mejoraba al cabo de cada decena de páginas, e incluso, le estaba agarrando el gustillo a escribir, porque ya podía configurar varios párrafos sin ningún problema, y lo hacía cada vez mejor.
Los informes llegaban hasta la mitad de la libreta. Había
listado varios nombres, pero nada que interesase a Abraham. Justo cuando estaba
llegando al final, leyó: EL PRISIONERO DE LAS BARAJAS
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6
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El sargento Ezequiel Martinez leía un libro de Tom Clancy desde la comodidad de su cama, arropado con la sábana hasta la cintura. Huelga decir que, aparte de los parientes en Chile y Canadá, su única familia cercana era una esposa. No tenía hijos porque Charlotte no podía tenerlos, pero él decía que con ella bastaba para toda una vida, y le recordaba siempre que en su corazón (que no era pequeño) no podría caber más amor para otra u otras personas. Ni siquiera si fueran personitas. Con un marido así, Charlotte estaba feliz. Estaba de hecho tan feliz, que nunca dejó que su propia familia se interpusiera. Había vencido su sumisión y timidez. El padre de ella era un oficial de la marina (como si no fuera una combinación lo suficientemente explosiva que ella se casara con un chileno, siendo él veterano de Las Malvinas), un hombre de creencias fachas, conservador, a quien no le hizo nada de gracia saber que no iba a tener nietos, pero que luego en secreto se alegró de que no los pudiera tener porque estos iban a salir color café.
Aquello había sido una pelea tremenda. Lucille, la madre, pensaba que Charlotte no entendía, pero a decir verdad, Charlotte a su vez estaba convencida que los que no entendían eran ellos, y tal vez tenía la razón, porque ella entendía bien ese “no entiendes” de su madre, y Ezequiel era mejor hombre que todos los hombres que había conocido, inclusive que los asnos sin gracia que le había presentado el padre. Y continuaba siendo un marido excelente, excelente aún después de quince años de matrimonio. De hecho, por quince años consecutivos, Charlotte pensaba que cada año había sido mejor que el anterior.
Ahora sus padres, quienes eran personas mayores, se habían tenido que resignar a la idea, porque era más fuerte el sentimiento de no querer perder una hija que el de las cuestiones estúpidas que para ellos significaba un mundo y una luna. Y entre el marido y los padres, Charlotte había dejado claro iban a salir perdiendo ellos. Finalmente estaba todo en el pasado. Además, Ezequiel entendía bastante bien ese problema, lo suficiente como para meditar que a él tampoco le haría mucha gracia suponer que tiene una hija y que ésta decide casarse con un chino. ¿Estaba siendo excesivamente comprensivo con el marino facho? Quizá sí, quizá no, pero así eran las cosas, él entendía, sí, y además, le llenaba bastante el hecho de que ya no tenía nada que probar; él era el orgulloso sargento, en una de las poquísimas, extraordinarias ciudades -qué del país, sino de toda Sudamérica- que parecía primer mundista, y uno de los lugares turísticos más finos de toda occidente. Además, Ezequiel tenía la fortuna de no estar peleando una guerra profesional, porque las cartas estaban echadas: quien ascendería a capitán en cinco años sería él, cuando el viejo Lospinato se retirara.
No, no le importaba tener hijos, pero en el fondo, se preguntaba cómo hubiese sido aquello. Charlotte era alta, tenía el pelo rubio, y unos ojos claros preciosos... dolió en su momento saber que ella no podía concebir, porque seguro que hubieran salido bellísimos. Su propio padre y su propia madre lo habían entendido; a los niños les hubiera tocado los abuelos “buenos” de parte de papá. Hubieran sido excelentes. Vaya desperdicio de abuelos.
Pero ya no importaba, ya no.
Su mujer también leía un libro, uno de Agata Christie. Nunca le había gustado Agata Christie, pero Charlotte tenía mejores argumentos contra Tom Clancy. Habían estado hablando de Fioritto, el gordo y amargado Fioritto, quien con su suspicacia (y sus increíblemente chistosas y groseras peleas con Karla, su mujer) los hacían reír hasta el punto en que, ante un descuido, cualquiera de los dos podría vivir un momento bochornoso y circular formándose en sus pantalones, durante esa barbacoa obligatoria que hacían ambas familias al menos una vez al mes.
El problema es que Charlotte tenía la certeza de que Fioritto iba a morir relativamente joven... porque ningún corazón humano podía aguantar tanta grasa y embates iracundos. Ambos se lo advertían de la mejor manera posible, Karla insinuaba que lo mejor era que se muriera, de ese modo se daría el gusto de grabar en su la lápida “Te lo advertí, cretino”.
Ya había leído cinco páginas haciendo algo propio de los malos lectores: no prestar atención a la lectura. Sus ojos paseaban por el texto, y la parte más superficial de su cerebro procesaba un montón de palabras que caían en un abismo. Su conciencia estaba concentrada en otra cosa. Algo que no lo dejaba en paz desde la tarde.
El hospital San Niño.
A Ezequiel jamás le había gustado el San Niño, nunca le había dado buena espina, nunca jamás. A Dios gracias que Bariloche tenía un hospital modestamente grande y lo suficientemente bueno.
Pero él nunca se había acercado lo suficiente a las instalaciones del San Niño, y la verdad, jamás había deseado hacer tal cosa...
... hasta hoy.
Merodear tantas veces la idea, sin que él mismo reconociera a voz de su conciencia “quiero ir hasta ese lugar” lo llevó, de forma inconsciente, a pensar con claridad “llegar ahí no me tomaría más de veinte minutos”.
Tenía que decidirse pronto, en el momento que Charlotte saliera del baño, sus ansias se aplacarían, y podría estar perdiendo la oportunidad de
<<¿de qué?>>
¿De salvar a alguien?
Él mismo se avergonzaba de esa idea, se avergonzaba tanto que daba miedo. Alguien así no sería capitán de ningún departamento de policía.
Y sin embargo, la idea persistía, como un martillazo tras otro. Aquello ya no era su sexto sentido manifestándose, sino toda una orquesta premonitoria.
¿Pero acaso no había sucedido antes? ¿Acaso ésas premoniciones eran nuevas? ¿Acaso no había ocurrido exactamente la misma cosa cuando él era un cadete? Sí, claro que sí, con igual, sino es que mayor intensidad, en aquél tiempo en que las puertas del San Niño estaban abiertas, había sucedido antes de que saliera por televisión nacional todas esas horribles cosas sobre el hospital. Había sucedido antes de los suicidios en masa, sucedido antes de que decidieran clausurarlo para siempre.
Ezequiel nunca se lo había contado a nadie, ni siquiera a su propia esposa: pero él sabía que cosas malas ocurrían en el San Niño antes de que el escándalo estallase. ¿Cómo lo sabía? No tenía idea, pero cuando vio aquel lugar por primera vez, desde la misma colina en que lo había visto hoy, sabía que algo no andaba bien ahí. Instinto de sabueso.
Y en aquel entonces no había forma de explicarlo. Un chileno como él, novato, en un departamento de policía donde trabajaban puros blancos de aspecto anglosajón, no iba a arriesgarse a pedir una orden de revisión contra un hospital sólo por un “presentimiento”. Cuanto y menos si lo del apoyo de Chile a Inglaterra y a Thatcher seguían frescos.
Por eso fue que el día que en la comisaría recibieron la llamada desde la policía de Valle de la Calma para que los ayudaran a controlar la situación que se había desatado en las instalaciones del hospital, a Ezequiel por poco le da un soponcio. Fue la experiencia más alucinante y religiosa de su vida.
“Sí, algo estaba pasando ahí, en efecto”.
A leer uno de los tantos reportajes que se imprimieron durante las semanas siguientes (e incluso meses, porque la cosa fue grave, aún con el formidable intento de contener a la prensa, exitoso hasta cierto punto, por la ubicación y por el invierno) sintió repulsividad. Repulsividad, rabia, impotencia, incredulidad, vacío en el estómago, enardecimiento, ganas de llorar. El artículo se titulaba “EL HOYO DEL INFIERNO”, y por una buena razón.
Aquello era algo sobre lo que había pensado durante incontables
horas, por muchos días, y seguiría haciéndolo en un futuro.
Aquello lo había condenado para siempre: no pasaría una sola semana
del resto de su vida sin que en algún momento y por alguna razón
o asociación, pensara en el San Niño, así fuera por un
par de segundos. Quizá eso era lo único que agradecía de
no tener hijos; si los tuviera, pensaría en ese lugar todos los días.
Sin embargo, el mundo se había detenido, había dado vuelta en
dirección contraria, y comenzaba otra vez: sentía la imperiosa
necesidad de acercarse al San Niño, porque algo malo estaba <<volviendo>>
a suceder ahí.
<<¿Quién en su sano juicio entraría a las instalaciones? ¿Y por qué estaría en peligro?>>.
<<Ese, ese exactamente, ese no es mi problema>>, <<las causas nunca fueron mi problema, la solución ES mi problema>>. En efecto, por la mente de Ezequiel pasaba que ahora ya no había excusas, ahora era un sargento, ahora era respetado, ahora estaba resuelto en la vida, y...
Se levantó de la cama, y cogió las llaves de su auto.
- Cariño, voy a salir.
La voz de Charlotte salió difuminada entre la regadera, pero Ezequiel no contestó. Ya estaba bajando las escaleras. Contestarle era perder tiempo, contestarle era detenerse, era luchar contra una fuerza que lo iba a empujar de vuelta a la casa.
Un sargento de la policía puede darse el lujo de llevarse la patrulla a casa, y dejarla aparcada para utilizarla, al día siguiente, sin embargo, no la llevaría para su pequeña inspección extra curricular, era una ofensa grave entrometerse en el territorio que es jurisdicción de otro departamento, sin embargo, y por si las dudas, llevaría su chapa en el bolsillo, y su 38 con el tambor cargado. Sólo se iba a dar una vuelta cerca del San Niño, no tenía planeado entrar. Tenía que hacer volar esa mala premonición de su cabeza, y pronto.
Y mientras se subió al carro, y cerró la puerta, y puso el motor en marcha, Ezequiel entornó los ojos, con desesperación, y se frotó la frente.
No tenía sentido, por el amor de Dios, no tenía sentido. Pero eso no evitaba que él mismo girara la palanca de cambios y pusiera marcha atrás para salir a la calle.
<<¿Cómo demonios puedo pensar que alguien
está atrapado dentro de un lugar que clausuraron hace más de 20
años?>>
.
24 de junio de 2009