VALLE DE LA CALMA (XVI)
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Gracias a El Autor por el pic
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II PARTE
(del mismo libro)
“La lucha justa te vuelve valioso, la muerte en la lucha
te vuelve eterno”
Anónimo
“La muerte es una vida vívida. La
vida es una muerte que viene”
Jorge Luis Borges
“Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien usada causa una dulce muerte”
Leonardo DaVinci
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I
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Cuando se apeó en Valle de la Calma, Patricia se tomó su tiempo viendo de aquí para allá.
Había pensado que tal vez, al retirarse, vivir en un lugar apartado, lejos de los bocinazos, el tráfico, la vida agitada, los ruidos por la noche y el alboroto general sería buena idea, pero ahora se lo estaba pensando mejor. De hecho, lo que pensaba ahora era si todos los pueblos pequeños eran como Valle de la Calma.
El lugar era tan silencioso que parecía abandonado, pero por lo menos la fachada de los locales estaban limpios. Cualquier equipo de producción podría entrar ahí y filmar a su antojo sin tener que preocuparse de un transeúnte entrometido. Posiblemente sin tener que preocuparse siquiera de que sacar un permiso en la municipalidad. Lo más que llegó a ver fueron dos ancianos, hablando solapadamente frente a una barbería.
Se hallaba en el umbral del pueblo, el autobús no iba dentro; era demasiado pequeño siquiera para molestarse. El chofer se lo había dicho, y al parecer tenía razón. Lo que más le llamaba la atención a Patricia era sin embargo el calificativo de señora. “Señora, mire”, “señora, esto”. <<¿Acaso parezco una señora?>> Sí. Cuando se sobrepasan los 30 y se trata de una mujer la gente tiende a guiarse por el parámetro social más sencillo. Patricia conocía a muchas como ella, sólo que no lo suficiente como para cambiar la corriente. Eso era más una cosa de “Dios los junta” que una estadística razonable.
Ahora había que arreglárselas. Como buena jefa de enfermeras, tenía una larga experiencia en eso, el arte de arreglárselas. Ahora le tocaba averiguar dónde estaba la casa Corriz sin tener siquiera una pequeña noción de la calle exacta. <<Es tan pequeño>> pensó <<que irónicamente no será tan fácil>>.
Era irónico, pero sencillo; si su madre en verdad había acabado en malos términos con el resto del pueblo, no sería fácil presentarse como su hija. Especialmente porque no había mejor idea que preguntarle al primer anciano que encontrase. Es un mito inmaculado esperar que el anciano de pueblo lo sepa todo, desde los chismes de sus habitantes hasta el de los muertos, pasando por la disposición geográfica del lugar.
Enfiló directamente hacia el enorme bastón de barbería. Mientras caminaba, su corazón se aceleró un poco al pensar que probablemente el (o los) hombres se quedarían en silencio al escuchar el nombre de Muriel Corriz. <<¿Qué pudiste haber hecho aquí, mamá?>> Cuando diera las gracias y se fuera, empezarían a hablar, casi de inmediato, ni siquiera esperarían a que las campanillas de la puerta dejaran de sonar. “Esa Muriel Corriz... hacía tiempo que…”, y ahí empezaría la larga conversación, que seguramente acabaría en una anécdota espantosa.
Patricia amó a su madre, especialmente después de muerta. Los separaba la distancia eterna y había suficiente tiempo como para olvidar sus defectos. Y sin embargo eran demasiada las cosas que nunca supo de ella. Eso la asustaba.
Empujó la pesada puerta de vidrio.
El lugar era bastante desolador, y muy mal cuidado. El anciano barbero daba un espectáculo lamentable ahí de pie, viéndose al espejo, con una bata azul en cuyos bolsillos colgaban varias tijeras.
Miró hacia afuera. Los otros dos hombres seguían conversando, ajenos a ella. Eso era bueno, era mejor hablar a solas.
Se presentó con un “buenas tardes” y un “disculpe la molestia”. Era propio de la ciudad esperar que alguien entrase a preguntar algo en vez de sentarse y pedir un servicio, pero en el pueblo las cosas eran distintas, siempre. Ese no es un mito inmaculado, ese era un hecho, la gente solía ser más agradable.
El hombre la observó de arriba abajo, con las manos tras la espalda.
- Vaya adelante por donde vino –le indicó- ahí se halla la única área residencial del pueblo. No se preocupe, señora, no se va a perder.
<<No, después de todo, lo que sea que hizo mi madre no fue la gran cosa...>> pensó, después de agradecer al anciano y caminar por la calle, con el esponjoso bolso rosado entre los brazos.
El pueblo se extendía al este y al oeste, tenía inclusive un antiguo cine, que todavía funcionaba. Había hamburgueserías, tiendas de ropa y un par de abastos. Abrir cualquier otra cosa habría sido un suicidio comercial.
Una vez había oído a una amiga decir que era normal que, después de salir del trabajo, en los pueblos la gente se marchara directamente a casa, y ahí se quedara hasta la mañana siguiente. Tenían características tan singulares como considerar que cinco minutos varados en una misma calle era tráfico y que deambular en la acera después de las nueve era un acto de rebelión.
Así que se le ocurrió que para ella todo eso sería casi tan extraño como para los habitantes verla caminar a esa hora con un bolso, vestida de una forma que a cualquiera habría hecho recordar la de una azafata.
Tomando a la barbería como un punto de partida, podía ver al final de la calle, ese límite imaginario que separaba al pueblo: se acababan los negocios apretujados para dar paso a las casas con jardín. Estaba sobre la pista correcta. De hecho, era demasiado difícil no estarlo.
Se preguntó si en verdad todo el pueblo cerraría a las 9 de la noche. En ese caso, estaría en problemas, porque se agotaba su tiempo para conseguir algo de comer. Como enfermera profesional, pero sobre todo como ser humano en su sano juicio, no tomaría absolutamente nada que hubiese quedado en la alacena de la casa Corriz. Y por como su tía le había contado que fueron las cosas, el desalojo fue tan repentino que no era raro que hubiera quedado algo ahí…
Cada vez que pensaba en esa historia, y en muchos fragmentos de otras, relacionadas con Muriel Corriz, había cantidad de cosas que no encajaban. Lo que sí encajaría, sin embargo, era la vieja llave de la casa, la cual Patricia conservaba muy cuidadosamente dentro de un estuche hueco, que anteriormente había sido de maquillaje. No le enorgullecía la forma como lo obtuvo, pero después de muchos años de depurarlo, lo único que quedaba era el aprendizaje de que la gente que tenía grandes cosas que ocultar se parecía a los homicidas en algo: no pueden evitar hacerse de un recuerdo, de la prueba de un delito. La llave de la casa era un recuerdo. Era, de hecho, un símbolo.
Trataba de emocionarse a sí misma predisponiéndose mentalmente al gran acontecimiento que tomaría lugar en pocos minutos, <<estaré en mi casa, después de 33 años>> en realidad 32 y diez meses, <<voy a poner un pie en el lugar donde nací, donde vivió mi madre>>
Pero por más que lo intentaba, no empezaba a sentir estrellas en el estómago. Todo lo contrario, de hecho: no se sentía demasiado bien.
Otra de sus expectativas era ver pasar a alguna patrulla de
policía. Quería hablar con ellos, para evitar cualquier problema,
porque después de todo, ella desconocía en qué derroteros
había ido a parar el estatus legal de la residencia. Sin embargo, esa
idea se fue aplacando lentamente al pasar las horas en el ómnibus. Si
había recorrido tanto camino para llegar hasta Valle de la Calma, le
decepcionaría inmensamente no poder entrar.
<<Te sorprendes a ti misma a veces, mujer, qué increíble
eres >>, y no era para menos... el dedicar toda su vida a ser una buena
ciudadana en una ciudad de malos ciudadanos le hacía pensar (perfectamente
consciente de que era un error) que tenía el derecho a darse el lujo
de entrar aunque no pudiera <no debiera> hacerlo. Iba a hablar con la
policía de Valle de la Calma, tarde o temprano, porque con ellos es que
se empezaría a poner en orden las cosas, pero quería meter el
dedo en el pastel primero. ¿Y qué pasaba si se daban cuenta? No
lo sabía, pero esperaba que, en vistas de que la casa bien podía
pertenecer a ella, porque fue propiedad segura de su difunta madre, y que ésta
había estado abandonada por (32 años y 10 meses), tomado de la
mano con “hacerse la boluda”, haría el delito de invasión
más leve.
Si no podía quedarse con la casa, entonces por lo menos, sacaría todo lo que hubiere pertenecido a su madre... pero aquello sólo era una esperanza, aquello era una idea acertada si a través del tiempo no habían saqueado ya la propiedad, o incluso derribado, si se tramitó algún papel del Estado sin que llegara a conocimientos de ella. A su madre ninguna de las dos cosas le habría importado en lo absoluto, dicho sea de paso, porque todo lo que quiso en vida fue desentenderse por siempre del pueblo. De hecho, cabía incluso la posibilidad de que, desde la distancia, Muriel Corriz hubiese despachado algún tipo de asunto legal que incluyera la venta o la demolición de la propiedad.
Así que a cada paso que daba, sentía el corazón acelerarse cada vez más. Se estaba emocionando tal como en el fondo quería, sí, pero ahora por las razones equivocadas. Mientras más pensaba peor era. Y ahora caminaba en la delgada línea de una recompensa a la altura de su viaje o una pérdida total. El pequeño punto que se divisaba desde la barbería era ahora una salida inmensa y no asfaltada.
Las casas eran lindas, se les podía llamar así, lindas. Así que agregado a todas sus preocupaciones, Patricia no tardó en sumar una más: tenía la esperanza de que la propiedad fuese una de las buenas del vecindario, aunque más o menos ella ya sabía qué esperar…
Lo sabía tan bien que, desde la calle que cruzaba la vía recta del pueblo con el área residencial, pudo saber cuál era su casa, sin problemas.
El jardín estaba completamente desecho, y no era más que una alfombra negra y pedregosa. Había un columpio anudado a un viejo árbol, que no lucía muy bien. La cerca estaba casi desecha, pero se mantenía en pie. No fue un problema quitar el gancho desde adentro y pasar. Sus tacones se hundieron en el barro.
La puerta estaba todavía en pie, a Dios gracias, así por lo menos no daría una pinta tan marginal, como el resto de la estructura, envejecida por la suciedad. Algunas partes se habían desmoronado, dejando ver el relleno entablillado de las paredes.
El pomo de la puerta se sentía frío, intentó girarlo, pero no cedió.
Las ventanas no se habían roto y, a menos que la entrada trasera estuviese forzada, eso quería decir que nadie había entrado en treinta y dos años. Se puso en cuclillas para apoyar el bolso de mano en el suelo, abrió el zipper y comenzó a registrar dentro. No le tomó mucho tiempo hallar la llave.
Se hundió sin ningún inconveniente, los soportes se sentían flojos, pero pudo girarla. El segundo miedo más inmediato con respecto a la casa había desaparecido: la llave funcionaba, el pomo de la puerta no se desplomaría a la menor manipulación.
Empujó la puerta. El vaho de aire que respiró fue de moho. Arrugó la cara inmediatamente, y se llevó la mano a la boca. Patricia Corriz tenía un estómago de acero (porque todas las buenas enfermeras necesitan uno), pero los olores eran su punto débil, y sin dudas había sido desafortunado que la casa fuera de madera.
Dejando el bolso apoyado sobre la puerta, para mantenerla abierta, intentó abrir las ventanas de la sala, que estaban ahumadas en polvo grasoso, pero fue inútil. Estaban atoradas, todas.
No era un lugar muy grande, tampoco. Se le ocurrió que a los vecinos no les haría nada de gracia tener semejante edificación en el vecindario, que sin dudas afeaba el panorama, era como una muela podrida y marrón en una dentadura blanca.
Suspiró, viendo de acá para allá. Era más fácil demolerla y empezar de nuevo que arreglar ese lugar. La madera del suelo estaba podrida, y eso sólo indicaba que mucha agua había estado cayendo sobre ella, producto, por supuesto, de docenas de goteras.
- Bueno... –suspiró otra vez, resignada-
Adiós al plan de comprarse una maleta barata en algún almacén barato de Valle de la Calma para rescatar las cosas de valor. En esa casa no había nada que llevarse, ni vajillas, ni cubiertos, ni siquiera los cuadros de su madre, que no eran más que manchones abominables e inmundos, guindando sobre la pared, algunos con el marco roto.
Patricia desistió en segundos de una idea que había venido haciéndose bola por la pendiente.
<<Gusanos>>, <<pensé en gusanos>>
Subió las escaleras, sintiendo como los tablones de madera eructaban y perdían soporte debajo de sus pies. A la mitad se arrepintió de no haberse cambiado los tacones por los zapatos deportivos que llevaba en el bolso, tenía que hacerlo, si no quería dormir con ampollas hasta diciembre. Al fin y al cabo ir elegante para dar una buena impresión, como la hija de Muriel Corriz no había sido una buena idea, por un motivo que no previó, pero que resultó casi tan doloroso como los rumores que hubieran podido quedare tras ella: nadie la recordaba, y a nadie le importaba.
Su propia figura era una silueta negra al final del pasillo, y desde su punto de vista, lo que había allá parecía un hueco negro, en una pared sin puerta.
Desde ahí, el piso de abajo, a través de las escaleras, se veía lejano. Vio de derecha a izquierda, preguntándose cuál sería el cuarto que ocupaba su madre. La casa sólo tenía tres en la planta alta, y uno de ellos era un baño. No sería difícil descifrarlo. Cada vez que sus tacones se poyaban en el suelo, la madera chasqueaba como un insecto.
Se desplazó hasta la puerta más cercana, y, al abrirla, descubrió que era el cuarto que hubiese ocupado ella de haber crecido en el pueblo. Sus ojos le permitían ver lo poco que la luz, que se colaba a través de las envejecidas cortinas, le mostraban. Por lo menos era un alivio que no entablillaran las ventanas de la casa.
La cuna todavía reposaba en el medio, debió ser muy cálido en su tiempo, aunque ahora no era más que la visión en blanco y negro de una pesadilla. Adentro, seguían las sábanas revueltas, con arrugas de hace treinta y dos años. Cada barrote de madera estaba lleno de telarañas.
Levantó la cabeza, y se quedó viendo fijamente al frente, ya que alguien, a su vez, le estaba devolviendo, desde bastante cerca.
Era un espejo, enorme, que cubría casi toda la pared, y estaba apoyado en el suelo.
En algunos extremos se hallaba quebrado, pero se mantenía entero, aunque inservible, porque las figuras que reflejaban eran en su mayoría sólo bultos pedregosos. La cara de Patricia parecía una bola de tela sucia, con grietas oscuras por ojos y boca.
Una oleada de pensamientos le sobrevino, y todos estaban dirigidos a su madre. Recuerdos que sólo se pueden tener con un incentivo físico, un olor, una imagen.
Apretó el borde de la cuna, antes de salir del cuarto.
La puerta del baño estaba próxima al hueco que había en el fondo de la sala, que parecía observarla a ella. La búsqueda (si es que había alguna que hacer, porque no era seguro que hubiese nada importante que encontrar) se estaba aproximando a su fin.
Apoyó una mano en el borde del hueco, y colocó un pie adentro.
El tacón patinó sobre la madera y perdió el equilibrio.
- ¡Puchiz! – exclamó-
Se sujetó a tiempo, pero había quedado en una cómica posición. Al incorporarse y ver hacia adentro, se había dado cuenta que pisó accidentalmente el chupón de un biberón.
Se recordó de inmediato de un paciente de cuarenta y cinco años que le fascinaba la idea de que Patricia dijera “puchiz” en vez de decir “mierda”. Esa fascinación tal vez podía deberse a que trabajaba en una torre de control en Ezeiza.
Al echar un vistazo adentro, ella tuvo una idea bastante acertada de por qué el cuarto estaba tan oscuro: la puerta, arrancada de sus bisagras, estaba apoyada sobre la ventana.
Se acercó, y, con ambas manos, la apartó del camino. El vidrio había permanecido lo suficientemente transparente como para que, incluso desde afuera, en la calle, una persona hubiese podido ver hacia adentro.
<<Mamá, ¿qué te hicieron? ¿De quién tratabas de esconderte?>>
Apartó con el pie un viejo martillo oxidado, que seguramente había usado para doblar los goznes y derribar la puerta.
Entonces pudo ver, finalmente, una antigua cama con una colchoneta rajada, y un mueble al lado, con gavetas cerradas.
Patricia colocó la mano sobre el colchón, cuidando de no rasparse con los bordes de los resortes sueltos. Esa era la cama donde había dormido su madre, por años.
Se sentó al borde, y empezó a revisar las gavetas, sin éxito, hasta que intentó abrir la quinta.
Tuvo que forzarla, cada vez con más fuerza, hasta que el cajón salió bruscamente y cayó al suelo.
Estaba llena de gusanos.
Patricia los observó, con los labios apretados. Los parásitos se revolvían unos con otros, formando un algo espantoso que parecía vivo.
Estaban, en su mayoría cubriendo una bolsa plástica, polvorienta, llena de papeles.
La tomó por un costado, levantándola, sacudiéndola con fuerza. La desdobló, la abrió, y dejó caer todo el contenido sobre la colcha.
Había facturas, un currículum de una sola página, doblado en incontables partes, que pertenecía a su madre, la copia de una partida de nacimiento de sí misma, y una fotografía vieja, color crema.
- Mamá –musitó-
Pasó el dedo por el rostro pálido de la foto.
Muriel Corriz había trabajado de lavandera por muchos años posteriores, había incluso trabajado como mucama en hoteles, pero todo eso se desprendía de su verdadero oficio: el de enfermera, la profesión en la que alentó a Patricia. Los mejores consejos, sin duda, se los había dado ella. No se trataba de cómo manejar un catéter, preparar una ampolleta o una medicina compuesta, sino el de cómo afrontar cualquier situación, cómo no tenerle miedo a nadie ni a nada.
Muriel jamás había dicho que fue enfermera, Patricia no había preguntado nunca, tampoco. Sencillamente es algo que se sabe y no se discute. ¿Por qué? Era inexplicable, pero fue por la falta de tiempo, principalmente. Patricia era demasiado joven, estaba en una edad en la que todavía no se tienen agallas para peguntar ciertas cosas, y su muerte fue el golpe de gracia para endurecer su carácter. Patricia no demostraba que tenía un carácter fuerte, la gente de carácter débil es la gente sin inteligencia, que se enoja con facilidad, que no oxigena soluciones. Patricia tenía una disciplina de acero.
Saber que su madre era enfermera fue una certeza que se desarrolló a medida que creció y la conoció más. Era obvio. Era como saber que se iba a encontrar con gusanos aún antes de subir las escaleras de la casa. Patricia tenía aptitudes para saber <<cosas>>, pero no sentía nada especial en ello porque sencillamente, era así. Era como preguntarle a una persona que nació sin ojos qué se siente ser ciego.
Y ella no necesitaba el sucio currículum que sostenía con sus dedos porque no le hacía falta ver qué cosas estaban acreditabas ahí. Cosas que tal vez habría podido ayudar a su madre a ser enfermera en Buenos Aires. ¿Por qué hizo esto? ¿Por qué hizo aquello? Las preguntas seguían sin respuesta, lo único que había cambiado es que eran más poderosas que nunca. Y ya no tenía la oportunidad de hablarlo con ella. Ya no.
¿Se había dejado olvidado el currículum, entonces? Tal vez, pero eso no sonaba a su madre, eso no sonaba a una mujer que se levantaba a las cinco de la mañana y tuvo el desayuno listo a las seis por dieciséis años seguidos. Eso no sonaba a una mujer que no olvidaba nunca nada. Que tenía más precisión que un reloj alemán. Muriel había abandonado el currículum ahí, a la intemperie del tiempo, por la misma razón que había abandonado aquella residencia.
¿Pero por qué? No importaba cuántas veces le diera vueltas al asunto, no había respuesta.
Así que ahí estaba, sosteniendo un papel sencillo, amarillento, un currículum, con el nombre de una institución educativa, el certificado de graduación de un instituto, y...
TRABAJÓ EN EL HOSPITAL SAN NIÑO – VALLE DE LA CALMA (2 años)
Hospital San Niño.
Patricia leyó la línea varias veces.
<<Hospital S-A-N N-I-Ñ-O>>, se le hacía conocido de algo...
Sí, había escuchado del San Niño antes, ¿dónde? En una revista del Clarín, ¿seguro? Pero se trataba de... de un reportaje, de un reportaje conmemorativo. Como esos que siguen haciendo de los desaparecidos de la dictadura.
Pero la mente le fallaba.
Los dedos se le manchaban con el sucio acumulado por un papel que quería dejarse en el olvido. <<Si fue así, sería más fácil haberlo quemado, mamá>>
Pero su mamá no lo había quemado por una razón, y su hija estaba a punto de descubrirla. La estaba sintiendo, en los dedos.
La sensación lustrosa de la tinta.
Volteó el currículum, y había algo escrito, en grande, por nadie menos que el puño y letra de Muriel Corriz:

Y más abajo, la dirección exacta del hospital San Niño, en letra pequeña.
- Mamá, ¿qué es ésto?
En el piso de abajo, Patricia, con esa excepcional habilidad -que no podía interpretar porque no sabía cómo se sentía sin ella- le hizo ver gusanos minutos antes de verlos en la realidad. Ahora, esa misma cabeza, con ese mismo poder, le disparaba luces, luces fugaces.
Luces, luces de fuegos artificiales, luces grandes, poderosos, luces con el olor de su madre, Luces con el tacto de Muriel Corriz, luces con <<Oh, Dios mío>> la voz de ella.
Su visita a la vieja casa se había terminado, pero no así su misión, porque aquellas cosas que Patricia anhelaba encontrar se habían transportado de lugar: era hora de hacerle una visita al hospital San Niño.
..
II
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No le había tomado mucho tiempo hallar un hotel (o un motel, pero la sola palabra le causaba vergüenza ajena, en ciertas partes de su conciencia que todavía permanecían inmaduras), a pesar de que nadie estuvo ahí para darle direcciones. La sensación absoluta de destierro que se respiraba en toda Valle de la Calma empezaba a hacerse odiosa, pero por lo menos había recursos: alguien tuvo la brillante idea de colocar un expendio de mapas al lado del de diarios. Mapas que no se sorprendió de ver databan del año 1950, dirimiendo que era una época en la que en el pueblo volaron ideas más innovadoras que ahora.
Había dejado su bolso sobre el estante donde estaba colocado el televisor, cuya sola presencia era un gran sarcasmo de 30 pulgadas, porque el aparato sólo podía coger tres canales, con suerte.
La tina no estaba tan mal, tampoco. Se relajaría y, a la mañana siguiente, haría una visita al San Niño. Caminar hasta allá le tomaría bastante más tiempo que atravesar el pueblo, pero la dirección era sencilla, y definitivamente, dejaría los tacones en el cuarto.
No había un solo lugar abierto donde pudiera comprar un frasco de agua, salvo la máquina que estaba al lado del mostrador, pero sólo vendía refrescos.
Así que decidió llenar la cubeta con el hielo de la máquina al fondo del pasillo. Los cubitos estaban derritiéndose, lentamente, dentro de un vaso de plástico.
Estaba acostada en la cama, con las manos reposando sobre su estómago, observando fijamente el vaso. Había cometido el error de no llevar suficientes libros, todo lo que estaba en su bolso ya lo había devorado en el ómnibus. Patricia era una máquina cuando se trataba de leer.
Pero eso no tenía especial trascendencia si se ponía a pensar un poco en su situación, pues tenía algo más importante en manos: cómo explicar su situación cuando llegase al San Niño, sobre todo cuando tuviera que decir la cantidad de años que había de por medio con lo que buscaba. El casillero 305 de seguro habría sido usado por generaciones de enfermeras después de su madre. El asunto estaba en que alguien hubiese archivado su contenido, guardándolo para la posteridad. Era sensato, después de todo, porque en el lugar donde ella misma trabajaba había un departamento para casos parecidos. En infinidad de situaciones un paciente se dejaba algo importante, que iba desde un diario personal hasta los documentos de una partida de nacimiento. No era del todo extraño ver un hombre intentando recuperar algo que perdió cuando estuvo interno hace un par de años por una operación de apendicitis, y el hecho de que Valle de la Calma estuviera tan retirado del mundo le hacía tener esperanzas de que dos años en una ciudad pudieran alargarse a treinta y dos ahí.
Escuchó como los hielos se deslizaban unos sobre otros, derritiéndose. Tomaría un último vaso de agua antes de acostarse a dormir. Mientras tanto, seguiría meditando, mientras frotaba con la suave yema del dedo pulgar la fotografía de su madre.
..
III
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Si algo tenían de hermosos los pueblos, comparado con la ciudad, eran los amaneceres. Patricia estaba de pie frente a la ventana para verlo, cuando el sol comenzó a salir.
No había tal cosa como gallos cacareando en Valle de la Calma, pero el amanecer era ciertamente distinto al de Buenos Aires.
Tomó desayuno en el restaurante rústico del hotel. Tenía hambre, no había cenado nada la noche anterior. No habló con nadie... al parecer ella y otro sujeto que se la pasaba leyendo periódico eran los únicos inquilinos.
Con un chaleco de tela parecido al del día anterior y, sobre todo <<a Dios gracias>> calzando sus zapatos deportivos, salió del hotel y, sin tener que consultar una segunda vez el papel doblado que llevaba en el bolsillo (había trascrito la dirección y el mensaje del currículum, pues temía que si llegaba a doblarlo se deshiciera).
Caminó a un lado de la calle, que se perdía de vista en el horizonte. Para cuando divisó la enorme arboleda sellando el bosque, tuvo el presentimiento –acertado- que se estaba acercando.
Finalmente, la fila de pinos tenía una apertura, dejando un camino libre, una entrada larguísima, con árboles delgados, secos y enormes. El camino estaba lleno de hojas muertas, que el viento revolvía, creando un siseo inquietante. Allá al fondo, estaba el hospital.
La anacronía entre el pasado y el presente se hizo más latente que nunca. <<Aquí, en este edifico colonial, trabajó mi madre>>, había una diferencia enorme con el Buena Ventura, su lugar de trabajo, y esto.
Se quedó de pie por varios minutos, en la redoma, con el largo camino de entrada perdiéndose tras ella, y con el frente contemplando la inmensa boca de entrada. Las chimeneas del lugar echaban humo negro... podía divisar que había personal adentro, moviéndose, tras la fachada de vidrio de la entrada.
Una sensación de cosquilleo le recorrió la columna vertebral.
Contempló las estatuas en miniatura de los leones sobre los pilares, a cada lado de las escaleras.
Otra vez, su columna vertebral fue presa de un cosquilleo frío, doloroso.
Y otra vez, como en la casa, como cuando estaba sentada en la cama destartalada de su madre, estaba teniendo una suerte de... de <<¿ataque? Había pensado mucho en eso, por la noche, y estaba ocurriéndole otra vez. <<No, no se le puede llamar ataque>>, simplemente se le bajaba la tensión. Sí, eso era, era el mejor término para describirlo, no había otro. Se sentía como un abajada de tensión, una en el que volvía a oler, sentir y oír a su madre, con una fuerza abrumadora. <<Muriel Corriz>>, <<enfermera Muriel Corriz>>.
Patricia se frotó los ojos, antes de volver a levantar la cabeza, para contemplar el hospital, y luego al manicomio, que sobresalía detrás.
Ascendió por las escaleras, sintiendo poca fuerza en las piernas, y empujó la puerta de entrada.
La enfermera que estaba detrás del mostrador tenía de todo menos buen aspecto. Sus cabellos grises estaban sostenidos por una cinta, y su cara tenía más arrugas de las que uno habría podido contar de tener tiempo de hacerlo sin que ella se fijara. Tenía toda la pinta de arpía. Patricia conocía a las arpías, al fin y al cabo, no era muy extraño encontrárselas en los hospitales. Ella era jefa de un par.
- Buen día, señora. Mi nombre es Patricia Corriz, soy la jefa de enfermeras del hospital Buena Ventura –dijo, sin estar muy segura de que la mujer se sintiera especialmente conmovida por el truco- ¿Me puede decir su nombre, por favor?
La anciana levantó sus ojos amarillentos.
- Enfermera Margoth, Margoth Uvenir.
- Margoth, un placer. ¿Se halla algún miembro de la directiva
con quien pueda yo hablar?
- No. Somos pocos hoy.
- Entiendo, en ese caso, pediré hablar con el encargado más próximo
que esté disponible –pidió, sin ralentizar su tono de voz-
es necesario que me comunique con tal persona.
La arrugada mujer le echó una mirada furibunda, llena de excremento.
Patricia le sonrió.
Ella sabía bastante bien cómo vérselas con su tipo. Antes y después de que la mujer intentara usar su arma letal <meter miedo> ella ya la habría desarmado haciéndole saber que sus amargos modos no le afectaban ni siquiera lo suficiente como para hacerle perder su inmensa sonrisa blanca. Margoth tenía el round perdido desde antes de empezar, contando, además, con que hablaba con otra enfermera, que sabía cómo se movía el asunto en el hospital. Podía venir de un lugar muy diferente, pero había un viaje de cosas básicas a considerar. No era fácil engañarla.
- Espere aquí.
Se levantó, encargándose de que las patas de la silla hicieran el mayor ruido posible.
Antes de desaparecer, Margoth se dio media vuelta.
- ¿Cómo dijo usted que se llamaba?
- Patricia Corriz.
- Corriz...
A continuación, hizo algo que no agradó en lo más mínimo a Patricia, algo que tenía un contenido siniestro casi insoportable.
Sonrió.
- ¿Corriz?..–repitió, lentamente- claro, claro… Corriz. tome asiento.
Patricia no se dio cuenta de que tras ella comenzó a llover, y la brisa
empezó a hacerse cada vez más fuerte, hasta volverse violenta.
La neblina empezó a tapar la salida, allá al fondo, como un eclipse.
Para cuando se dio media vuelta, para hacer tiempo leyendo la cartelera con papeletas, informes y planillas que estaba colocada en la pared contigua, sintió que alguien la tomaba por el hombro.
- ¿Corriz?
Cada vez que alguien repetía su apellido, Patricia lo sentía en la piel, de manera más áspera. Se le quedó viendo al hombre, impresionada.
Más que haber sido llamado por la enfermera Margoth, el tipo parecía haber salido como si hubiese estado ocultándose de debajo del escritorio. No ayudaba mucho el hecho de que tuviera un parche en el ojo.
Reaccionó tan rápido como pudo, temiendo ser grosera con su silencio.
- Perdone usted, hoy no me siento bien –mintió-
encantada de conocerle, doctor...
- Murillo.
Extendió un brazo hacia la impecable vitrina de vidrio de la cafetería.
- ¿Desearía tomarse un café conmigo, mientras conversamos? Yo invito.
Murillo era un genio de la diplomacia. Arqueaba sus cejas de forma cordial, y abría bien su único ojo, su mejor truco diplomático en un juego inmundo entre la lástima y la seriedad, a medida que abría bien la mano, dejando ver su anillo de matrimonio, hasta el punto en que el gesto se hizo demasiado obvio.
”No cariño, no te preocupes, no estoy tratando de flirtear contigo, estoy diciéndote que me interesa tu caso, aún cuando vaya a hacerte perder el tiempo, de un modo o de otro...”
El problema es que el hombre no tenía forma de saber que Patricia Corriz lo sabía, lo sabía perfectamente, lo sabía tan bien, de hecho, que incluso no se le escapó la parte en donde el hombre trataría de hacerle perder el tiempo, sumergirla en un espiral sospechoso.
Esta vez no iba a ser tan fácil para Murillo…
Ella sonrió, sin decir palabra.
Murillo le abrió la puerta, y después le apartó la silla. Había jugado su papel bastante bien, pero no podía disimular sentirse interesado.
- Es bueno verla por aquí, Corriz.
Ella volvió a sonreír, sin decir palabra.
- ¿Pero por qué vino?
- Por algo que dejó mi madre, cuando trabajó aquí. Albergo
la esperanza de que continúe archivado, en alguna parte. Es una historia
un tanto larga.
- Sí –la interrumpió, rápidamente- conocemos a Muriel.
La cara de Patricia se convirtió en una máscara de colores pasmados.
- ¿El director la recuerda?
- Bastante bien.
Sonrió, recuperando el color en las mejillas.
- Qué hermoso. Debe ser un hombre bastante mayor.
- No se deje engañar. La gente mayor que vive retirada de las ciudades
se mantiene muy bien.
- Debe usted apreciarlo mucho.
- No sé qué haríamos sin él.
La conversación se hacía cada vez más fluida, pero había un dejo de incomodidad casi insoportable, que ambos notaban sin ningún problema. Pero nadie se animaba a dejar la diplomacia, no aún.
- ¿Y cómo se llama este director?
Murillo levantó los ojos para observarla, fijamente, con los labios apretados.
Pasó un dedo suavemente por su parche negro, acariciando su ceja.
- El doctor Ivo Borghild.
- No, no he oído hablar de él.
- Ya...
Cruzó los dedos de ambas manos, y sonrió con los labios.
- ¿Hay manera de encontrar lo que mi madre dejó
aquí, en el hospital?
- Sí. ¿Usted sabe lo que dejó, no es así?
Aquella pregunta la cogió fuera de guardia, y lo dejó entrever con su rostro.
- Me temo que no. Asumo que fueron papeles de algún tipo.
- No. Lo que su madre dejó fue una agenda, que posiblemente haya sido
utilizada como diario personal.
Musitó algo inaudible en respuesta, y adoptó un rostro pensativo.
- No se preocupe, no hemos estado husmeando. Es sólo
una asociación de ideas.
- No, no se preocupe –sonrió- no es por eso.
- En ese caso, quiero advertirle que tomará un tiempo encontrarlo. El
almacén de archivos del San Niño es inmenso. Debe imaginarlo.
<<No lo parece, querido, en este hospital no veo el más mínimo movimiento>>
- Está bien.
- Perfecto. Aclarado eso, entonces...
Murillo hizo una seña con la mano, a la mujer detrás de la máquina.
- ¿Cómo le gusta su café, señorita Corriz?
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26 de julio de 2009