VALLE DE LA CALMA (VIII)
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Cuando la aguja del reloj marcó dos horas después del último momento, contrariado y con demasiado en qué pensar como para aplicar la suficiente cantidad de lógica para cada problema que tenía, Abraham no sabía qué era más impresionante: que nevara “justo” aquel día, “justo” aquella hora, “justo” en aquél momento (por más época de ello que fuera, era la primera vez que nevaba desde que él había estado ahí, y era imposible no sentirlo como un ataque de mala suerte) o que nadie todavía se había acercado para hablar sobre su repentina decisión de marcharse.
El doctor Murillo no se apareció, así como ningún vejete que jugara las de director en el cuerpo de doctores según como Abraham lo imaginaba, ni que decir de charlar un rato sobre su pelea con la enfermera, y no sólo eso; un par de vistazos lo convencieron de que todo lucía como si nada hubiera pasado, como si el ambiente no se hubiera alterado esa mañana. El enfermero se limitó a dejarlo sentado en la recepción y, tan rápido como vino, se marchó.
Afuera el manto de nieve ya arropaba por completo el suelo, y eso era lo único que no permanecía inmutable: al final de la larga arboleda que daba fin a los predios del San Niño se veía una luz muy linda, muy tenue, que era tapada constantemente por la cortina de brisa y nieve.
Abraham la observaba sentado, con las manos apoyadas a los lados de la cabeza. Salir caminando hasta allá sería un error casi mortal, ¿a cuánto había bajado la temperatura? No tenía ganas de averiguarlo, pero sus conocimientos en meteorología eran lo suficientemente grandes para saber calcular que había sido mucho. Quizá lo suficiente para darle un susto numérico.
<<Si salgo caminando, si llego hasta el final con mis cosas, si me robo una manta y me la pongo sobre el abrigo ¿qué pasará? ¿Encontraré la calle? ¿Encontraré la parada de autobuses? ¿Qué pasará?>>
Su mente trabajaba con rapidez. Muchas veces, durante su adolescencia, se sorprendió a sí mismo al descubrir que los momentos donde más brillaba eran aquellos en los que se hallaba bajo presión. Eso lo había salvado de reprobar un par de exámenes. Dios y él sabían mejor que nadie que tenía que echar mano de esas viejas experiencias, pero detestaba hacerlo en un punto de su vida que no tenía precedentes: nunca le había pasado algo tan malo, algo tan extraño como hasta ahora.
<<¿Habrá una parada de autobús? ¿Por qué no recuerdo?>>
De pronto se dio cuenta de un detalle que cayó sobre la olla de su cabeza con un ruido lo suficientemente grande para tapar su maraña de pensamientos, y cuyo horror y sorpresa lo resintió -por primera vez en su vida- en el músculo del corazón:
<<¡No recuerdo hace cuántos días llegué!>>
Abraham se levantó de golpe.
El pensamiento se vertía sobre él con una sensación igual a la de alguien que sabe que acaba de cometer un error fatal.
<<¿Por qué? Espera, no, no, espera... tengo que acordarme ¿hace cuánto llegué?>>
- Hace cuánto llegué –musitó, lastimosamente- hacecuántollegué...
hacecuanto…
<<Hace como siete días, hace como siete días más o menos>>
Él detestaba a las personas que decían que, tratando de ordenar el día desde la mañana a la noche, como si fuera una agenda, uno logra recordar las cosas, desde dónde dejó algo hasta un compromiso importante... lo odiaba en primer lugar porque jamás funcionaba, y en segundo porque era un método estúpido. Los humanos son humanos, no grabadoras. El método parecía bonito, bonito para una máquina de hacer cálculos, pero en la práctica era imposible para la mayoría. Sin embargo trataba de hacerlo…
<<Piensa, hijo de puta, piensa>>
¿Qué podía recordar? ¿Las cosas que lo asustaron? La mancha en la pared volvía a su mente una y otra vez, no porque tuviera alguna simbología especial, sino porque sus ideas eran un manojo encaprichados que saltaban sin orden.
<<¿Qué más? ¿Qué pasó ANTES de eso?>>
El día que se despertó, pensando que le sangraban los testículos.
De pronto, todos sus pensamientos se ordenaron, lentamente: por fin, la inteligencia comenzaba a intervenir como una luz entre la rabia ciega y el miedo.
<<Mi diario, mi diario personal... ahí están las fechas>>
Atravesó la puerta del corredor escaleras arriba. Estaría dentro de la gaveta, y por un momento sintió una culpabilidad fugaz que lo avergonzó, porque si hubiera tenido éxito en escapar del San Niño, lo hubiera dejado olvidado ahí en su cuarto, para siempre.
La llave de la puerta salpicó de su bolsillo al momento que introdujo una mano temblorosa dentro, <<¿acaso no la dejé abierta? ¿Por qué ahora está cerrada?>> Se agachó y en poco tiempo la estaba introduciendo sobre el cerrojo, en cuclillas, girando el pomo bruscamente. Se precipitó adentro, se sentó sobre su cama y abrió la gaveta de la mesita.
No estaba ahí.
Se llevó las manos a la cabeza, clavando las uñas entre su cabello. Jaló la gaveta y la dejó caer al suelo, y luego la de abajo, y la de abajo.
No aparecía.
- ¡Yo siempre lo dejo aquí! ¡Hijo de puta! –gritó, viendo hacia el cielo, a través de la ventana- ¡Yo siempre lo dejo aquí, no me lo escondas!
Se echó al suelo y buscó debajo de la cama: era oscuro y polvoriento, no había nada más que un pedazo de papel al fondo.
Se puso de pie, y buscó frente a la cama, en el mueble donde guardaba las ropas: abrió el estante derecho e izquierdo: vacíos.
Bajó a la recepción, recuperó su maleta y su mochila (por lo menos no se las habían robado, durante el trayecto y sobre todo, corriendo escaleras abajo, esa idea lo aterrorizó). Al retorno las echó sobre la cama y las abrió, vaciando todo el contenido sobre el cobertor.
Nada.
Apoyó la espalda sobre la pared, llevándose las manos a la cara.
Su mente era como un tendón eléctrico, y su mandíbula estaba cerrada con tanta fuerza que hubiese podido triturar una nuez. Las encías le iban a doler mucho esa noche, pero el lado que se lo recordaba amablemente era demasiado pequeño como para que Abraham le diera importancia alguna entre el maremoto de rabia, confusión, y más rabia.
De haber tenido cinco años menos, habría empezado a golpear la pared y a zumbar patadas a las cosas... pero ahora era un hombre, no un adolescente, y… ¿acaso eso importaba? ¿Por qué una parte de él lo imaginaba?
<<¿Quién se llevó mi diario?>>
La manzana podrida; la enfermera y recepcionista en el piso de abajo fue lo primero que cruzó su cabeza, como un clavo. Esa, esa con la que había discutido hacía sólo un rato.
Ya lo podía ver: él estaba en el tercer piso, limpiando, y ella había cogido la llave maestra, viendo de aquí para allá con su expresión orgullosa de harpía, asomándose por la puerta, entrando a su cuarto, hurgando sus cosas, revisando, viendo, jactándose de estar donde no tenía derecho. Se había llevado su posesión.
¿Qué haría ahora? No podía bajar como una tromba y estrangularla, además –y aquí es donde la parte más pequeña de la tormenta parecía entrar en efecto antes de que cometiera un error que sabía que lamentaría- tampoco podía probar que ella lo había hecho, ¿y lo había hecho, si quiera? ¿Por qué? Ya era demasiado tarde para demostrarlo, él mismo removió cualquier evidencia, cosa de por sí inútil porque Abraham jamás hubiese estado en condiciones de asegurar si alguien había movido esto o aquello tampoco, menos con el desastre que acababa de hacer.
Se sentó sobre la cama, meditando, o al menos, penosamente, imitando la labor más parecida a meditar, mientras se acunaba a sí mismo.
<<No recuerdo qué día llegué>>.
Todo era un lapsus mental, un estúpido lapsus mental, y Murillo lo ayudaría a resolverlo. Se aferraba a él, a la idea de su existencia.
<<Pero llevo aquí seis o siete días, no más... no más>>
Seis o siete días, seis o siete días, seis o siete días, y si fuera cierto entonces puede decirse que toda tu vida se fue a la mierda en seis o siete días, Abraham, por Dios.
Se puso de pie otra vez, sintió un hormigueo en su cabeza, producto de la sangre, o de un enardecimiento repentino, parecía un mal orgasmo. Estaba empezando a sentirse mal.
Salió de su cuarto, sin molestarse en cerrar la puerta, con la ira presionando las sienes de su conciencia. Instintivamente tuvo que abrazarse a sí mismo, porque quizá Abraham estaba demasiado enojado como para percatarse que hacía un frío infernal. La niñita sin piernas cruzó su mente, intentó alejarla como si fuera una mosca.
<<¿Hace cuánto llegué?>>, <<Enfermera hija de puta>>
Al abrir la doble puerta, giró la cabeza para echarle una mirada a su enemiga jurada, quien estaba detrás del puesto de la recepción, tranquila, leyendo una revista, ajena al mundo.
Caminó a través del pasillo y no tardó en centrar toda su fuerza sobre la primera presa que cruzó su vista; una gordita que se ayudaba con el trasero para abrir la puerta, empujando el carrito que llevaba.
- ¿Dónde se encuentra Murillo? –Preguntó, con la respiración agitada- disculpa, corazón, pero es una emergencia. Es el doctor con un parche en el ojo.
La joven se le quedó viendo, con las mejillas rojas.
- Hoy no está... lo lamento.
Seguramente no se hubiese tomado la molestia de decir “lo lamento” de no ser porque la cara de Abraham era una olla convulsa a punto de explotar. Quizá quien lo lamentaba realmente era ella, no él.
- No está –remedó él, lentamente-
¿y cuándo llega?
- No lo sé –balbuceó- lo siento en verdad... pero los doctores
no tienen horarios permanentes, aquí no pasan muchas cosas ¿sabes?
Abraham dio dos pasos adelante para observar el pasillo del ala este, el más largo de todos los que había en la Planta Baja, el lugar donde Murillo tenía su oficina, y donde probablemente los demás doctores tendrían las suyas. Al final, había una enorme puerta doble con detalles y adornos sobre la superficie de madera.
- Sé que te parece extraño, pero así funcionan las cosas –repuso, a espaldas suyas- el pueblo queda cerca, así que figúrate, con una llamada ellos pueden... oye, ¿cuál es tu nombre? Yo soy Lily
Abraham la dejó en el sitio y se puso a correr; abrió la puerta doble y entró a la oficina del final del pasillo sin resquemor alguno.
Ante él apareció una oficina forrada por completo con un tapete rojo. Era un festival de mal gusto. El inmenso escritorio de madera y el mueble que estaban del otro extremo reposaban inmóviles.
Lily, desde donde lo veía, estaba demasiado impresionada para hablar, con un dejo de idiotez supina y excitación sexual surcándole el rostro.
Abraham tenía la esperanza de conseguir su memo, la carpeta donde estuviera archivado su currículum, sus datos personales, su día de llegada.
Pero había demasiados archivos apilados en el mueble, y si cada carpeta no correspondía a un empleado sino que estaban, de hecho, llenas de hojas que correspondían a cada uno, entonces el San Niño tenía más empleados de los que él había imaginado, o no más de los que había imaginado; sino más de los que él había visto trabajar. Su irrupción a la oficina había sido exagerada... ¿perder el trabajo? El trabajo se lo podían meter tres millas dentro del culo, el problema era otro, el problema era que el enfermero-gorilón podía estar en camino. Su mente daba vueltas, muchas vueltas, y de un tema pasaba a otro. No lo estaba ayudando, y tampoco lo ayudaría lo que estaba por suceder…
- ¡Es un maldito! ¡Un ratero de mierda y un hijo de puta! –chilló la vieja enfer,era, desde afuera del pasillo-
Lily la miraba con expresión horrorizada.
- ¡Un inmundo, una rata!
Intentó tranquilizarla, pero todo lo que ganó fue un empujón violento en el pecho, el brazo delgado y nervudo de la anciana cayó en su busto como una garra de buitre.
- ¡Sal de ahí! ¡No te han enseñado educación porque tu mamá es una puta! ¡Sal de ahí! ¡Sal, sal!
Abraham tenía demasiadas hormigas en la cabeza como para darle paso a otra emoción que no fuera, sencillamente, el caos. No iba a dar batalla, no podía. Sencillamente, quería que lo dejaran en paz. Era impresionante darse cuenta que ese era el próximo sentimiento en la fila y no arrojar un puñetazo en la quijada de aquella mujer.
Salió de la oficina.
La mujer empezó a perseguirlo, pero como un perro que persigue carros se alejó lo suficiente como para poder escapar a tiempo en caso que él se volteara e intentara arrojarle un manotazo... tal vez otra persona ya lo había intentado antes.
- ¡Deja lo que te llevaste! ¡No vas a trabajar nunca más! ¡Hijo de puta!
Abraham corrió por las escaleras.
2
Sin Gianluigi ni Murillo estaba solo.
Se hallaba acostado en su cama, viendo el techo.
Se hacía de noche y todavía nevaba, había tenido que ponerse dos franelas debajo de la remera, pero era inútil porque aún sentía frío. A las temperaturas de menos cero no se les hace frente con tan poco. Los norteños siempre cometen la equivocación de subestimar las temperaturas heladas, algunos incluso llegan a la estupidez de pensar que el calor es peor. Abraham conocía el frío, el frío porteño y también el frío de Bahía Blanca, pero algo que llegase a los menos quince grados sin estar preparado para hacerle frente daba miedo, daba miedo de la misma forma que perder el control en una autopista, sólo que era más lento, pero el resultado final era igual de seguro.
Y lo que era más: tenía que pasar otra noche en el hospital. Eso era lo que orbitaba su mente dando mayores tumbos.
<<¿Y la radio que me prometió el doctor? ¿En qué quedó?>>
Sintió rabia. Ya no era extraño.
Otra noche más en aquel lugar, y sin nada más que su propia respiración para acompañarlo. Todavía tenía que abrir el closet para ver si, al menos, habían cobertores extras para pasar la noche (por fortuna, los hubo).
Quería que las horas pasaran rápidamente, que
ya fuera mañana ¿qué haría? ¿Lograría
un avance un poco más fructífero para salir de ahí? No
lo sabía... si analizaba todas las cosas que habían pasado hoy,
habría caído en cuenta de que él mismo, Abraham Castelblanch,
era muy fácil de derrotar. ¿Qué de bueno tendría
mañana, entonces? “No lo sé” –se decía-,
pero guardaba esperanzas. Se aferraba a ellas sin saberlo. Si bien no quería
ni pensar en eso, lo cierto es que estaba asustado, asustado como nunca antes
en su vida.
En la oscuridad, imaginó que un vapor blanco estaría saliendo
de su boca en cada exhalación.
Durante su infancia se preguntaba “¿qué pasaría si hago ésta estupidez o aquella ridiculez, por más bochornosas que pudieran parecer?“ Ahora se hallaba en la misma diatriba: si fuera un hombre de más corazón, seguramente se levantaría, saldría del cuarto, bajaría las escaleras, y encararía a la mujer de la recepción. Al hacerlo, le quitaría poder a ella. Al hacerlo de hecho, podría encontrar una solución… una solución que era factible aún si le zumbara una patada por el vientre y la dejara en el sitio. ¿Acudiría gente a por ella? ¿Lo sacarían del hospital, así sea para meterlo en una celda? Seguro que sí; era una solución, pero faltaban huevos para que lo hiciera o, quizá, sólo faltaba estar más desesperado.
Una fuerza lo retenía en la cama. ¿Algún espíritu maligno? ¿Una presencia negativa? Nada de eso: se trataba de sí mismo.
<<Yo sólo quiero irme de aquí>>
Apartó todos los cobertores que llevaba encima y se sentó en la cama, observando a través de la ventana; el vidrio estaba tan empañado que no podía ver nada, pero estaba claro que todavía nevaba porque el montículo blanco alrededor del alféizar crecía. Si seguía así, la nieve ya habría cubierto buena parte de la pared de afuera de la primera planta al amanecer. Eso restaba a su ya complicado plan de escape.
Se dio media vuelta, y se puso boca abajo, hundiendo la cara en la almohada.
Respiró hondo, sintiendo como los bordes apretados del pantalón le mordía la carne alrededor de las cinturas. Abraham era bastante delgado, pero en los últimos meses, gracias a un gradual cambio en su metabolismo, había conseguido subir un poco de peso, la ropa le quedaba más ajustada. Lo peor era que, de algún modo, sentía los testículos bastante apretados dentro de la ropa interior. Sin embargo, en ese momento, lejos de incomodarlo, le estaba recordando que tenía partes íntimas, y se estaba excitando, lentamente.
El lado racional se entrometió casi de inmediato <<Dios, cállate>> se dijo a sí mismo, en sus pensamientos. Mandaba a callar a su propio sexo.
Hacía mucho que no tenía contacto sexual con alguien ¿cuánto? Parecía recordarlo con muchísima más nitidez que el momento exacto de su llegada al San Niño. Su mente se ablandó, despegándose poco a poco de sus problemas, y empezó a pensar en imágenes más agradables, hasta que el sorteo de fantasías lo llevó a una persona: Susana.
Y una vez que pescó no la pudo dejar más, aún cuando la erección se hizo fláccida, y a través del tiempo el deseo sexual se desvanecía lentamente.
<<Susana>>
La había sacado de sus fantasías sexuales desde hacía ya mucho, incluso semanas antes que terminara su relación con ella, recordaba muy bien que era una de las razones por las que Abraham no quería ligarse en un noviazgo muy serio después: su testosterona seguía alta, más que nunca, de hecho, y gracias a ello, gracias al demonio casi irracional que lo gobernaba cuando se excitaba, es que cometió el error de serle infiel, algo que ella, hasta el día de hoy, no sabía. Lo hizo sólo una vez.
<<Susana...>>
3
Ella se despertó, y descubrió que tenía un extraño dolor de estómago. Era desagradable, como si la comida se estuviera removiendo.
Había estado soñando con algo extraño antes
de despertarse; parecía como un gusano, o el esqueleto de un gusano (por
más inverosímil que aquello fuera cuando lo trataba de poner en
pensamientos racionales).
Se frotó los ojos en la oscuridad, era de noche, y el aire olía
a comida... había movimiento abajo, en la cocina de la casa. Giró
la cabeza para observar el reloj de Garfield sobre su mesa:

Se removió en su cama, entre las sábanas y el cobertor. Sentía calor. El cansancio y el malestar la disuadieron de darse un duchazo, así que aligeró carga removiendo todo lo que la tapaba con los pies.
Escuchó el timbre de la casa, a su padre abriendo la puerta... sabía que era él, tenía su manera particular, fuerte de hacerlo todo, de producir sus sonidos. Escuchó luego su voz, supo que una amiga (¿o amigo?) había venido a visitarla, para saber cómo estaba, cómo seguía, para enterarse de qué había pasado.
El padre lo despachó rápidamente, de esa forma brusca, un poco tosca, que no se veía menoscabada ni siquiera por las buenas intenciones del prójimo. Eso le había hecho recordar lo mucho que lo odiaba a veces, lo mucho que en ocasiones podía llegar a parecerse a una maldita morsa dominante, una a la que nunca le llegó a agradar Abraham, pero tampoco ningún otro novio que ella hubiera tenido... pero si algo se podía decir en su defensa es que Susana no había tenido casi ninguno, tampoco.
Se hallaba rendida, su lengua estaba seca, no soportaba tener mal aliento... ¿cómo era posible? Estaba tan sana, tan rozagante un día, y ahora se hallaba así, en ese estado, tan cansada, enferma ¿por qué? Tenía razones para sentirse deprimida: esa manera de sentirse marchita no tenía precedentes, nunca se había sentido tan mal.
Observó el teléfono de la mesa, pensando en Abraham. ¿Qué estaría haciendo él ahora?
Por lo general, su padre no gustaba de ninguna llamada recibidas o efectuada después de las 9:00 pm, pero eso no se valía: ella estaba enferma, y se lo merecía, se merecía ese premio, se merecía un mínimo de condescendencia. Cogió el teléfono.
Si en algo era buena, (y más que buena, fenomenal) era en recordar cosas con un detallismo impecable. Según su madre, aquello era un don heredado de la abuela... no tuvo problemas para recordar el número del San Niño, sólo le tomó diez segundos de asociación, porque ese era su truco.
Cuando marcó el número, lentamente, palpando los botones en la oscuridad, se preguntó si su voz sonaría demasiado enferma... Abraham no sería el único que tendría malas noticias esta vez. Además, lo que en otro tiempo hubiera importado ahora ya no tenía razón de ser; lo estaba llamando por algo, algo más fundamental que un capricho de niña. Recordó eso, también.
El número era largo, tenía que marcar primero el código de área.
<<¿Cuál era?>>, <<La edad de Abraham, 24…>>
“0242”.
Sus dedos se deslizaron por los botones, cada vez que hundía la yema sobre el plástico sentía un dolor llano entre las uñas, que se quedaba ahí por un rato. Eso le sirvió como recordatorio; la frase <<estoy destruida>> dio vueltas en su mente como un anuncio electrónico.
El timbre de espera empezó a repicar.
Observaba el techo mientras esperaba, con la mente en blanco...
Repicó otra vez.
Cuando empezó a temer que nadie contestara, alguien cogió el teléfono, pero daba lo mismo, porque sea quien fuere no habló. Sólo se escuchaba la diminuta interferencia eléctrica suavizada al fondo, esa contaminación sonora típica de las líneas telefónicas.
Sabía, sin embargo que alguien había levantado el tubo, lo había escuchado, era inconfundible.
- ¿Hola?
Se sintió extraña, hablando en la oscuridad de su cuarto. Un lugar muy hondo en su mente le había dicho que tenía que ser muy valiente para hacer lo que estaba haciendo, y no fue sino hasta que realizó ese pensamiento que su corazón empezó a latir con fuerza, y se dio cuenta que había cometido un error grave.
La interferencia continuaba, Susana la percibía con especial claridad... su interlocutor no contestaba, pero la estaba escuchando, ella lo sabía.
- ¿Hospital San Niño?
Se calló, tratando de captar la más mínima respuesta, sin éxito.
Aclaró su garganta.
- ¿Hospital San Niño? ¿Buenas? Por favor, necesito hablar
con Abraham Castelblanch.
Giró los ojos para acá y para allá. Maldijo en sus adentros pensando que tal vez había cometido un error al mencionar su nombre.
- ¿Hola? ¿Hay alguien?
No respondían. En cualquier otro caso habría sospechado que aquello era una broma odiosa, pero no lo sentía así: esta vez no era una niña del otro lado del auricular, como la otra vez, era...
- ¿Hola?
Abrió la boca, Susan sintió que del otro lado del auricular alguien abrió la boca, era inmensa... empezaba a tomar aire, profundo, ¿para qué? Para empezar a… oh, Dios.
Un hórrido y atronador chillido de cerdo la hizo temblar como si fuera una descarga eléctrica. Su primer instinto de deducción fue ese; era un cerdo, un cerdo muriendo patas arriba. era un grito horrido, sobrehumano por lo prolongado, y espantosamente parecido al de un niño.
<<Oh Dios mío, oh Dios mío>> ¡se había transformado en un lloro insoportable! ¡Y cada vez era más duro, se estaba acercando! ¡Se estaba acercando a través de la línea!
Un millón de imágenes cruzaron sus ojos. Su cabeza era como un termo de agua cayendo por escaleras.
<<Abrahamcastelblanchpapá enfermeniñosniñosfermedad enfermedadenfermedad>>
Susana gritó incluso mucho después de que escuchara a su padre corriendo por las escaleras, y siguió haciéndolo con el auricular sobre su regazo, mucho después de que incluso, perdiera la conciencia.
4
Era la una de la madrugada y Abraham todavía no tenía sueño.
Cuando era un niño y Luke (el perro de la familia) vivía, lo llevaba a dormir en el cuarto en las noches que tenía miedo.
Abraham jamás fue un niñito cobarde, y eso era algo de lo que secretamente se enorgullecía su padre: hacía falta más que las películas de Pesadilla en la Calle Elm para hacer mella en sus nervios.
Sin embargo, hubo una vez una película (la primera y única) que lo asustó verdaderamente, y era La Bruja de Blair. A Abraham le asustaba la idea de tener que vivir esa situación, la situación de encontrarse perdido, perdido y sin ayuda. Eso era lo que más le había afectado del film.
Además, sabía algo que pocas personas saben: todos los seres humanos tienen algo que es capaz de empujarlos hasta el abismo del horror, aún cuando uno no tenga la más mínima idea de qué forma viene, cuántas patas posee, o cómo luce. Siempre hay algo. Siempre. Es un axioma.
En su caso personal, era no poder salir del San Niño. Ya eran las 1:05.
Apagó la lámpara de la mesa de noche, y cerró los ojos, intentando, una vez más, retomar el consejo de su padre, porque las buenas intenciones recibidas en los días de desidia eran lo único que le quedaba: hizo pasar ante su mente un desfile de pensamientos buenos, de recuerdos gratos, de mujeres que le gustaban...
Se había quedado dormido. Sentía frío, con todo y los cobertores
extra, sentía mucho frío, y era natural, porque a esa temperatura
debía estar acompañado de una estufa de gas al menos, pero podía
controlarse, podía soportarlo, al menos su cuerpo secretamente le comunicaba
eso.
El sueño no era profundo, más bien se hallaba dormitando, con la mente obnubilada, y los ojos entornados, respirando acompasadamente.
Cambió de posición, doblando la almohada bajo su cabeza, viendo hacia la ventana: seguía empañada, y lo más probable es que todavía nevara. Su mente se apagó un poquito más.
Se frotó la cara, y volvió a cambiar de posición; quería recuperar el sueño, el amanecer posiblemente estaba a pocas horas, el nuevo día: justo lo que estaba deseando. Se hallaba dormitando, sí, pero su subconsciente no había tomado terreno aún, su mente racional todavía pensaba, aunque en voz muy baja. Intentó dejarla a un lado, hacer que perdiera el equilibrio en la oscuridad… tenía que descansar.
Bostezó con gusto, y respiró profundamente.
Aún en las horas siguientes, Abraham no supo nunca por qué en aquél momento abrió los ojos, pues no hubo razón alguna para ello, sencillamente, sintió la necesidad de hacerlo, como por consejo de su alma.
Quizá, de hecho, sencillamente fue porque sintió que alguien lo estaba mirando.
La puerta del baño estaba entreabierta, dentro, todo estaba negro. al menos al principio…
Había algo.
Y ese algo cobró poco a poco la forma de una persona muy delgada, que lo estaba mirando con atención a través de la puerta.
Abraham empezó a abrir la boca, los párpados, se incorporó en la cama de golpe: sí, alguien estaba sentado en el inodoro de su baño. La mente empezó a encendérsele, las sienes se erizaron. Pronto, todo se encandiló en una pesadilla, pero una pesadilla real, un terror nocturno. Sí, estaba despierto, estaba bien despierto.
Gritó con todas sus fuerzas: aquello no se iba, no se iba para nada, seguía ahí, estaba ahí, ya estaba seguro de ello. Su imaginación no le estaba jugando una mala pasada, es como cuando sabemos distinguir lo que ven los ojos reales y aquello que fue sólo la imaginación, y <<eso>> era real, a pesar de su aspecto: había alguien dentro del baño. Gritó más.
Se arrojó fuera de la cama y abrió la puerta del cuarto de golpe. Salió disparado contra la pared del pasillo, a la salvedad de la luz de los bombillos.
Aún en estado de pánico, y a pesar de que no podía seguir viéndola directamente, la figura no se iba de su cabeza, estaba fresca: parecía como… le daba vergüenza, le daba vergüenza siquiera pensarlo, y eso lo empujó a la desesperación.
Gritó otra vez, sentado, con la espalda contra la pared, perdido completamente en sus cabales, con el único pensamiento racional fijo en espera de que <<aquello>> saliera del cuarto a su encuentro.
Y así, sin nadie que acudiera a él, se quedó ahí, en el suelo, hasta que amaneció.
Nadie abrió una sola puerta en el pasillo, ni nadie acudió a su ayuda a pesar de los gritos posteriores.
Había visto a un hombre sin piel.
1 de abril de 2009