VALLE DE LA CALMA (IX)
1
Alguna vez en la vida nos cuestionamos cosas sobre nosotros.
¿Cómo reaccionaríamos ante ésta o aquella situación?
Muy pocos son los que tienen el coraje suficiente para hacer una previsión real de sus respuestas ante escenarios difíciles, aunque a decir verdad eso viene con la madurez; la mayoría se hace burbujas de ilusiones, para luego abrumarse por lo cobarde, torpe o incompetente que resultó ser ante la contrariedad más sencilla.
Algo así podía haber sido el caso de Abraham Castelblanch.
Él había pensado muchas ‘cosas’ en su infancia, ‘cosas’ que a decir verdad son comunes en toda persona, axiomas, quizá: “¿por qué el cielo es azul?” ¿La gente del polo sur no caerá al vacío ya que están boca-abajo?”, “faltan poco que termine mi programa... la situación es muy complicada ¿cómo van a resolverlo en cinco minutos? ¿Qué hará Donatello?”, y luego la infaltable: “¿qué haría yo si se me apareciera un fantasma, o un monstruo?” Muchas cosas surcaron su mente en aquel entonces, pero ni una de ellas contemplaba echarse al suelo y gritar y llorar.
Y la verdad es que aunque parecía patético, estaba bien, estaba muy, pero muy bien. Nadie debía culparlo. Ninguna de esas poquísimas, desconocidas personas en la historia que hubiese pasado por situaciones iguales a la suya lo hubiera hecho tampoco. Esas cosas no se supone que pasen.
En su reciente adultez, la mente de Abraham se tornó mucho más compleja, más que la de los jóvenes de su edad, puesto que él era verdaderamente inteligente, o más que eso, él era sensible, sensible ante su entorno, ante el mundo real, y por ende, exitoso con la gente, así que los monstruos y los fantasmas quedaron relegados a su niñez. Él fue un chico que a los trece años ya sabía decir que los monstruos no eran fantasmas, eran personas, personas muy reales, sin saber, como el resto de los adultos, como los hombres de veinte años y más, como cualquier otro que sí, estaba equivocado; sí había otro tipo de monstruos, después de todo. ¡Aleluya! Los idiotas y los que se lo creen todo habían pegado una, finalmente ¿no es el mundo un sitio interesante?
“¿Qué voy a hacer si me vuelve a pasar? ¿Qué voy a hacer si hoy no puedo salir de éste lugar?”
Y no recordaba haber tenido una preocupación tan grande desde que los problemas financieros de su familia comenzaron a aparecer, uno tras otro, amenazando su estilo de vida. ¿Por qué recordaba eso ahora, de todos modos? Oh sí, tal vez porque al estar sumido en una situación tan negra <<no puedo escapar de aquí...>> su mente empezó a repasar lo que se sentía una desgracia. Estaba recordándolo, de hecho, pero para su preocupación adicional el presente caso era mucho, pero mucho peor. Mucho peor porque Abraham sabía, de hecho, que no estaba loco. No estaba imaginando cosas.
Al ver la figura humanoide sentada en el inodoro (y el hecho de que estuviera sentada ahí lo hacía más mórbido, parecía una pintura de Leonardo DaVinci cambiando un pedestal por un retrete), parte de su reacción se debió quizá a que no estaba del todo despierto y eso, mezclado con lo obvio, contribuyeron a convertir su cerebro en un corto-circuito.
Ante esas malditas situaciones que al parecer sólo le ha sucedido a un pequeño grupo de anónimos en algún cuando y algún donde, el antítesis total de una élite, se podía hacer un experimento en el que con toda seguridad se hubiera concluido que los niños reaccionan con horror ante lo innombrable, pero los adultos con locura. Ahí estaba la diferencia.
No soportó estar en un lugar oscuro, como su habitación, y tampoco se animó a entrar para encender la lámpara (que estaba en la mesita más cercana al baño), por lo que pasó el resto de la noche en el pasillo, bajo el amparo de las luces blancas.
Tardó en recomponer su mente, y llevarla a la normalidad, o a la relativa normalidad (porque seguía temblando). Estaba sentado en la pared frente al pasillo de su cuarto, con los brazos alrededor de sus rodillas, cubriendo la mitad de su cara, viendo atentamente a la puerta abierta... esperando la manifestación de algo, ahí adentro, y recordando al mismo tiempo una ocasión en que le tocó ayudar a un compañero de clases que había entrado en estado de shock por romperle la espalda accidentalmente a un compañero durante un partido de fútbol. Ahora él estaba en estado de shock, lo estaba experimentando, y no había nadie que lo ayudara.
Hacía frío, por ello sabía que seguía nevando, pero eso no importaba, no ahora, sin embargo, había algún lugar de su mente que llevaba nota de esas cosas.
Para cuando amaneció, Abraham, milagrosamente, se había quedado dormido. Cuando levantó la cabeza para ver alrededor, las luces fluorescentes estaban apagadas, y había claridad. La variante más importante, sin embargo, no había cambiado: seguía desierto.
Se puso de pie rápidamente, su mente retomó el hilo de los acontecimientos en pocos segundos... la puerta de su habitación permanecía abierta.
<<No vino nadie por mí, nadie salió de su habitación y me vio en el suelo, nadie...>>
Se disponía a entrar a su cuarto, pero justo en el marco de la puerta se detuvo en seco:
El “señor del inodoro” volvió a recaer sobre su mente como un pesado ladrillo. Su corazón dio un respingo.
Podía ver la mitad de su cama desde ahí, desordenada... las sábanas despatarradas sobre la colcha, y la ventana en el fondo, empañada.
Caminó lentamente, hacia delante.
<<Oh, Dios... cuánto te odio>>
Cualquier indicio de un evento extraño, cualquier movimiento atípico, lo haría saltar otra vez.
<<Estás solo en esta sección del hospital, Abraham, recuérdalo antes de dar otro paso>>
Pero seguía haciéndolo, de todas formas.
<<Soy un estúpido, soy un estúpido buscapleitos>>
En ese momento, se hallaba apostando, apostando contra su suerte. Muy pocas veces en su vida le había resultado bien, pero seguía haciéndolo. Estaba diluido en su sangre.
“¿Habrá algo más? ¿Me saltará encima apenas llegue a la cama? Te las estás buscando”. Los monstruos son las criaturas más pacientes que hay. No supo por qué lo pensó, pero lo pensó.
Ya tenía una visión completa de su cama... y apenas un poco de la puerta abierta del baño: podía ver las baldosas de la pared.
Abraham se subió a la cama de un brinco, y comenzó a deslizar los pies de lado, viendo cada vez más adentro de la puerta.
La puerta seguía exactamente como la vio ayer... el inodoro estaba vacío: no había nadie.
Sintió alivio, alivio como nunca antes en su vida, y no hubo tal cosa como “Dios, fue tan sólo mi imaginación”: lo que sea que estaba sentado ahí, se había ido. Eso lo tenía muy claro.
Empezó a recordar a su madre, a su padre, a Susana... no era un buen momento para que aparecieran en su mente.
Cerró la puerta del baño de golpe, y se sentó en la cama, viendo al frente, esperando, atento, que algo, una fuerza desde adentro la abriera, o si quiera hiciera girar el picaporte, para así salir corriendo otra vez. Su cabeza ya no tendría descanso, y cada probabilidad era una puñalada a flor de piel.
La maleta y la mochila estaban al pie de la cama, esperando por él. Nunca antes un objeto inanimado le había hablado tan claro, nunca antes había podido ver siquiera algo parecido a un rostro en la tela, pero ahora estaba tan claro: ¿qué estás esperando, pelotudo? ¡Vámonos de aquí!
La situación en el San Niño era ya oficialmente extraña. Era un hecho, la teoría “coincidental” había quedado enterrada. Nadie venía a buscarlo, ni nadie vendría a reclamarle su ausencia, su desdén por las labores que, se suponía, debía estar desempeñando hacía más de dos horas. <<¿Y si algo me pasa, y grito? ¿Nadie va a venir?>>
La pregunta se contestó por sí sola: no.
En ese momento, se le ocurría coger una mandarria y empezar a destrozar las paredes, los vidrios, las puertas, algo que ocasionara que el clima sedado en el hospital (mientras fuera de día) se viera roto, perturbado… pero todo eso quedaba todavía en un rincón demasiado alejado de su mente.
Una cosa llevó a la otra...
Se tapó los ojos, revolcándose en la cama.
<<No, no puede estarme pasando esto, no, no...>>
- ¡NO! –gritó- ¡NO! ¡NO!
Agarró la lámpara de su mesa de noche y la arrojó contra la pared del frente.
- ¡NO! –chilló, golpeando la colcha-
<<Muy bien, cretino, ahora te has quedado sin lámpara>>
Los sentimientos fluían en sus venas con gran rapidez, la etapa final del círculo cruel de sus pensamientos se hacía latente: tenía que salir del San Niño, y tenía que hacerlo hoy.
Corrió fuera de la habitación, con toda la rapidez que pudo. Pateó la puerta doble, bajó las escaleras.
Cayó en la recepción; la enfermera vieja y amarga lo estaba observando ya, como si supiera de antemano lo que pretendía hacer. Estaba sentada detrás del mostrador, con una mano apoyada en su mentón. Las arrugas que aparecían entre su puño y mejilla eran grotescas, y lo sabía, sin dudas que lo sabía, y sin dudas también que disfrutaba causar ese efecto de asco en la gente.
Abraham se acercó a la puerta, viendo, con el corazón palpitante, como la nieve cubría al menos metro y medio de la puerta, y que daba la impresión, haciendo una analogía mucho más alegre, de estar sumergida en una piscina de leche.
Su mente se electrizaba cada vez más.
Se dio media vuelta, encarando a la mujer.
Ésta lo observaba con ojos grandes y melancólicos, las ojeras y los orzuelos le surcaban el rostro como si hubiera ingerido veneno.
- Me pone triste la nieve –musitó- siempre lo hace.
Abraham la observaba, atento, como un gato que espera que le den una patada.
- Me hace recordar a cuando yo era una niña –repuso- de eso hace mucho tiempo. Mi mamá ordeñaba vacas... la recuerdo haciéndolo, sí. Pero son imágenes rotas, ¿entiendes lo que te quiero decir? Durante el golpe tuvimos problemas, ¿sabes lo que fue, el de 1930? Hubo crisis, crisis bien bien jodida. Casi todas las vacas se nos murieron, y la que quedaba estaba tan flaca que daba pena, si golpeabas su culo, lo más probable es que te lastimaras los nudillos.
Sus labios opacos se estiraban hacia abajo, como si fuera el remedo de una caricatura.
- Yo una vez traté de ordeñar una vaca muerta... era una niña. ¿Te puedes imaginar eso, negro? A ver si quedaba algo de leche en las ubres.... quería dejar más leche en la nevera para darle una sorpresa a papá cuando viniera. Mi mamá me vio, y gritó “Margoth, Margoth, ¿qué haces? ¿Qué haces?, niña lerda, niña lerda de mierda, tú y tu hermano, son unos niños lerdos”. Y después nos cayó a patadas en el culo.
Observó a Abraham de arriba abajo, su mirada se sentía como un trapo frío y húmedo.
- ¿Quieres salir del hospital?
No se iba a tomar su buen tono de voz con buen talante. Él no era así, no era del tipo de persona que se contentaba con una caricia. Durante su vida (y acentuado por la pobreza) Abraham tenía el defecto (señalado bastantes veces por Susana) de guardar rencores con bastante mano izquierda. Y muchas veces, gracias a su popularidad, le enseñó que ser muy bueno estaba bien, pero demasiado bueno era un problema.
Estar con sus amigos también le enseñó un par de trucos malos, unos que seguiría aplicando más adelante. Abraham tenía una conciencia, desde luego, una que a veces era demasiado grande, pero cuando se enojaba, dejaba de ser esa persona especial, para convertirse en el niño, en el ser infantil.
Ahora sucedía lo mismo, o más bien quería suceder, pero había algo extraordinario de por medio: sentía deseos de dar su brazo a torcer. ¿A qué se debía? Sencillo: miedo. Ella era más poderosa que él. Aún con sus desvaríos, aún con su locura, aún con su aspecto, ella era más poderosa que él.
La necesitaba. No estaba Murillo, no estaba Gianluigi: estaba ella.
- Sí, quiero salir del hospital.
La mujer se le quedó viendo. Cada vez que pestañeaba, sus párpados parecían una mariposa muriendo.
- Yo también –concluyó, tras un largo suspiro–.
De no ser porque resentía tras el pecho cada vez que veía esfumarse un poco más la posibilidad de salir del hospital, aquello hubiese sido incluso gracioso. Un chiste de mal gusto.
- ¿Dónde está Murillo?
- ¿Para qué necesitas saber dónde está?
- Quiero hablar con él, es urgente... por favor.
Nuevamente, se le quedó viendo, su rostro perdido y estúpido comenzaba a arrugarse otra vez, como el día que lo acusó de ladrón. La mujer volvía lentamente a su espantosa normalidad, como una araña tejiendo.
- ¿Quieres saber dónde está?
- Sí, por favor, señora Margoth, quiero saber dónde está.
La mujer ladeó la cabeza, torciendo los labios.
- Yo no soy una señora.
- Señorita...
- No seas idiota. ¿Por qué buscas a Murillo?
- Tengo planeado que me dé un aventón a la parada más cercana.
- ¿Y para qué quieres un aventón?
Abraham perdía la paciencia, era como si la voz de ella fuera una tijera cortando un hilo sensible.
- Porque quiero dejar de trabajar en el San Niño.
- ¿Es esa la excusa que me vas a dar?
- ¿Excusa? ¿Qué excusa?
- Que estás flirteando con él, que lo que estás buscando
es darle una buena chupada de pija.
La sonrisa fue tan amplia que Abraham pudo sentir, por un momento, el sabor de sus dientes oscuros.
- Lástima que esté casado.
- Invenciones de una pobre vieja enferma –contraatacó, tratando
de ocultar que le temblaban las manos- por favor, si sabe dónde está,
dígamelo, que debo hablar con él.
Margoth usaba una mano para acariciarse un brazo, suavemente.
- Él ya no está en el San Niño.
- ¿Por qué?
- ¿Y qué sé yo?
- ¿Dónde se encuentra Gianluigi? El que era jefe de enfermeros…
- Sé quien es Gianluigi, flor de puto.
- ¿Dónde está?
- Un monstruo le metió un puño por el culo y le empezó
a dar vueltas como un molinete.
- Margot, entienda que sus juegos son patéticos, usted no hace sino dar
una impresión bastante lamentable de su persona, yo...
- No, es en serio, chico, es... es en serio. Él estaba caminando una
noche por un pasillo, y se le apareció un bicho muy, muy jodido... desde
ese entonces, no lo hemos visto más. Fue horrible. Dios mío...
Abraham cerró la boca, viéndola a los ojos, y ella hizo a su vez lo mismo, con una seriedad espectral.
Sintió de pronto que las piernas le temblaban.
<<Dios mío, ¿por qué me haces esto?>>
Para cuando abrió la boca, con la intención de decir algo nuevo, Margoth rompió en carcajadas, como una hiena.
- ¿Ves que eres un conchudo?
Decidió no perder más tiempo, por lo que, equipaje en mano (no quería dejarlo cerca de ella) caminó por el pasillo, dispuesto a echar abajo todas las puertas de todas las oficinas... después de aquella introducción con Margoth no importaría demasiado, a su modo de ver, si se ponía a romper unas cuantas cosas.
Había raros momentos en los que no recordara que odiaba a su madre, en los que recordarla no dolía tanto. Esos eran los momentos en los que se revelaba un pozo oscuro en sus psique donde seguía existiendo amor, y una de las secciones de aquel pozo era su admiración por ella, por como resolvía problemas y conseguía, por lo general, todo lo que quería, cuando lo quería. La forma cómo lo llevaba de la mano a la tienda para reclamar un mal vuelto, la forma cómo se quedaba viendo al infractor desde su carro, con el vidrio abajo, la forma como le regateaba al señor de la tienda, haciéndolo bajar el precio hasta la mitad del costo inicial, la forma cómo era capaz de poner en su lugar a un aprovechado en una larga fila. Ahora, de grande, entendía que para esa lista de cosas simples se necesitaban huevos, huevos que la mayoría no tenía, huevos que él también debía que tener.
La recordaba, e iba a hacer lo mismo, Abraham iba a hacer exactamente lo mismo: poner las cosas en su lugar, y resolver su problema. Iba a conseguir a un doctor, y lo iba a obligar a sacarlo del San Niño.
Dejó sus maletas en la primera desviación del pasillo, desde donde pudiera echarles un vistazo. Abrió la primera puerta de oficina: no había nadie, las luces estaban apagadas. Sin molestarse en cerrarla abrió la siguiente: nada.
Se disponía a seguir cuando se dio un encontronazo con alguien que ya conocía: era la gordita, la gordita de aquella vez, con su bata de enfermera.
La chica lo vio, ruborizada, abriendo la boca.
- Disculpa, disculpa, me he atravesado y yo...
Si no la hubiera detenido podía ponerse a hacer un monólogo de veinte minutos. A leguas se veía que ella era de ese tipo de persona que parece una máquina, una máquina más parecida a un insecto que a algo superior... que puede hablar sin darse cuenta por cuarenta minutos, aislada en su mundo. Parte de su bata estaba manchada con mostaza, y lo peor es que era más fácil olerlo que verlo.
Decidió hacer una movida brillante sujetándola firmemente por los hombros, y acercando su cara.
- ¿Dónde está el doctor Murillo? O cualquier otro, por favor...
La treta surtió efecto. Sus labios se estiraron hasta el punto en que podía vérsele su blanda y pequeña campanilla temblando en el fondo, sus pupilas se dilataron como las de un gato... iba a tartamudear, pero Abraham tenía que soportar su estupidez, mientras pudiera ayudarlo.
- Yo... yo... Murillo... el doctor… oh, lo siento, Abraham
–rogó- no sabes cuánto lo siento, no sabes cuánto...
- ¿Qué? ¿Qué pasa? –Preguntó, sin poder
evitar moderar su tono de voz-
La chica negó con la cabeza lentamente, observándolo como si fuese un niño lastimado.
- No está hoy. No le toca.
- Entonces otro ¡necesito un doctor!
- ¿Estás lastimado? –preguntó, con vehemencia, intentando
asirlo de las manos con sus fríos dedos- Dímelo, por favor, oh,
oh Dios mío, Dios y Jesucristo.-
- No, no, no... sólo quiero un doctor, ¡quiero salir de aquí!
Al ver su cara de sorpresa y dolor, supo que cometió un error fatal.
- ¿T-te quieres? ¿Te quie- tú...?
Parecía como si le hubieran dado un martillazo en pie, sus sienes comenzaban a brillar por el sudor.
La volvió a coger con firmeza por los hombros.
- Mira... yo, necesito irme ¿bien? Por favor, necesito
que me comuniques con un doctor, ahora. Necesito alguien que tenga un carro
¿tú tienes uno? ¿Tienes uno...?
- ¿No te acuerdas de mi nombre?
La cara de Abraham se desfiguró en un amasijo de furia y dolor.
- Lily, soy Lily.
- Lily, por favor. ¿Tienes un carro?
Meneó la cabeza.
La empujó a un lado y siguió adelante.
Abrió todas las puertas que estaban cerradas, de un lado
y del otro, pero no había nadie. Era como si en todo el lugar sólo
hubieran tres personas, número que por supuesto lo incluía. El
vacío, la ausencia, el mutismo le pegaban a Abraham en la cara como una
bofetada oficina tras oficina.
Se dio media vuelta y empezó a correr pasillo arriba. Saltó sobre
una puerta doble y se metió por otro corredor, surcado por ventanas alargadas
con persianas amarillas, que dejaban entrar una luz opacada.
La inmensa puerta doble del fondo, con sus ojos de pescado y líneas amarillas y sucias era la puerta trasera del San Niño, la única salida adicional a la recepción.
Finalmente la empujó con el hombro, y sólo se detuvo cuando la baranda de metal lo detuvo por el vientre. Gimió. Los pesados copos de nieve manchaban su cabello negro.
Su cara de sorpresa se fue tornando, lentamente, en una arrugada melancolía: el estacionamiento trasero estaba completamente vacío. No había ni un carro. En su lugar, se hallaba un largo manto de nieve.
Y más allá, sólo había árboles.
2
1
No tardó en comprobar que tampoco había nadie atendiendo la cafetería. Aquello era quizá peor por sentir hambre que por no tener nadie a quien acudir.
Sentado, cerca de su equipaje, Abraham pensaba en cosas de niños. ¿Por qué no hacerlo? La otra opción no sólo no le había brindado solución alguna sino, además, le trajo problemas.
<<Tal vez, si hubiese bajado como cualquier otro día, si no hubiese pensado en irme del San Niño, si hubiese ocultado mis intenciones de escapar, Murillo hubiera estado en su oficina, leyendo un memo, los camareros y cocineros estuvieran haciendo su trabajo, en la cocina, y la nieve sería reemplazada por un esplendoroso cielo azul, como el de cualquier otro día>>.
Pero su propia lógica de niño carecía de eso mismo, lógica: ¿cómo poder ocultarle algo al hospital?
Era divertido citar a cierto personaje que decía “el miedo lleva a la rabia, la rabia lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento”, el hombrecito verde tenía razón, sin dudas... su padre, eminente fanático podía asegurárselo a pies juntillas; lástima que no hiciera hincapié en lo imposible que era no sentir miedo cuando, en el mundo real, las cosas se le salen de control a una persona que está en su sano juicio, y más si es a un adulto, uno que debe valerse por sí mismo. ¿Después de todo quién mejor que su propio papá, para asegurarlo? Él lo había dejado a la deriva, no era el hijo modelo.
<<Maldito sea este hospital>>
Su mente era un remolino demasiado rápido para prestar adecuada atención a cualquier cosa por mucho tiempo, sin embargo, un detalle, que lo venía cautivando desde hace mucho, regresó, y esta vez para quedarse: el San Niño parecía estar confeccionado casi enteramente de pasillos.
De hecho, no podía ir a ninguna parte sin que hubiera un corredor. ¿Era normal? El San Niño no era el primer hospital en el que Abraham había estado, desde luego, pero tampoco podía recordar con precisión. Los hospitales cuentan con muchos corredores, sí, pero el San Niño parecía un laberinto…
Su corazón empezó a palpitar desbocadamente cuando, luego de esos tres puntos, que en su mente sólo eran un espacio vacío, vino una conclusión que le sentó como un golpe al alma:
Se está empezando a parecer a un laberinto, cada
vez más...
Y luego surgió una idea que se sintió como un tumor:
<<¿Y si vuelvo al tercer piso? Ahí hay gente...>>
La monja sin labios, el niño con los dedos aplastados... la niña, oh Dios... aquella niña sin piernas. Su estómago le dio una punzada, y el miedo llegó incluso a su trasero.
<<¿Y de qué te van a servir? Va a ser peor que Margoth, va a ser mucho peor ¿y acaso no hay otras monjas...>>
Fue entonces cuando el manicomio apareció en su mente.
<<El manicomio, que está al lado del hospital... ¿habrá alguien ahí? ¿Conseguiría ayuda, si voy?>>
Aquel lugar ni siquiera tenía un estacionamiento trasero, porque el del hospital era lo suficientemente grande para albergar a todos los coches, y a simple vista se veía todavía más siniestro que el hospital en sí, y eso ya era decir algo. Hace una semana esa idea hubiera sido tan estúpida que se habría avergonzado de pensarla, se habría sentido como un tonto, como un boludo, como un gallo… pero ahora, ese tipo de detalles eran especialmente importantes. De ellos dependía mucho.
Él mismo sonrió en sus adentros, presa de un humor demencial, porque, sin quererlo, sin darse cuenta, se sintió como estar cayendo en una de esas trampas que en las películas parecen obvias.
<<Manicomio... por Dios, es el último lugar en el mundo en el que quisiera estar, un maldito manicomio... tú pensando en estas cosas, y yendo a un manicomio>>
Abraham se frotó los ojos con el pulpejo de las manos, y fue entonces cuando otra oleada de amargura y depresión erosionó su espíritu: cada vez que intentaba darle un descanso al cerebro, cada vez que se resignaba a dejar fluir las cosas, era como si no pudiera evitar tener que pasar otra noche ahí, y eso no le gustaba... no le gustaba para nada.
<<¿Dónde carajo voy a dormir? ¡Por Dios, ésta es mi vida en juego!>>
¿En su cuarto? No, estaba claro que no.
¿En el pasillo? ¿En la recepción? ¿En el tercer piso? Todos parecían “zonas rojas”. Parecía una parodia real del personaje Alan Parrish en Jumanji en una situación veinte veces peor.
<<Pero algo te va a pasar, Abraham... todos los días te pasa algo horrible aquí... y éste no será la excepción, ya lo verás>>
- Quiero dormir.
Había musitado aquellas dos palabras más como un pensamiento difuso que como dos verbos. Y sin embargo, a pesar de que en verdad tenía sueño, sabía que no podía darse el lujo, no podría dormir ni aun si quisiera, no mientras siguiera metido en el San Niño.
Había descansado sólo un par de horas, anoche. <<Maldita sea, ¿cómo es posible que esté metido en esto? ¿POR QUÉ?>> Aquello era como enterarse de tener una enfermedad venérea mortal... uno se halla devastado, pero a la vez, con el transcurso de los días, tal vez de los meses, se recuerda de eso varias veces al día, y el solo recuerdo es capaz de arruinar cualquier momento no de felicidad, sino peor aún: de tranquilidad, de cordura. Así se sentía Abraham.
Había llegado a una decisión: si para cuando la aguja tocara las 4:00 pm no encontraba a Murillo, o a cualquier otra persona con coche, se iría por sus propios medios. Tendría que aguantar el frío, al precio que fuera, inclusive de su propia vida.
La suerte estaba echada.
Regresó a su habitación.
3
Dejó su maleta y la mochila al pie de la cama. La puerta del baño estaba cerrada, y así seguiría hasta que sucediera algún otro evento indeseable. Abraham cogió hilo de sutura (ya se había tomado la libertad de robar algo de una de los carritos de enfermería) y lo enredó alrededor del pomo de la puerta, amarrando el otro extremo a la pequeña mesa que estaba próxima a su cama, la cual –según comprobó- estaba fija en el suelo con algún tipo de pegamento, de modo que quien quisiera abrirla tendría que tener una fuerza tremenda.
Se echó a la cama para meditar. Los párpados le pesaban. Sabía muy bien que no podía darse el lujo de quedarse dormido.
El reloj marcaba las 12:00 pm.
<<Estoy metido en una situación de mierda>>
Pero evitaba pensar en la raíz cuadrada de todo. ¿Que el hospital parecía abandonado? ¿Qué no había nadie? ¿Qué nada estaba en orden? No importa: no iba a pensar en ello, no podía, porque no había ningún punto de partida lógico, así que a <<tomar por el culo.>>
Algo le picó en la cabeza... una idea.
“mira debajo de la cama”.
¿Qué había pasado la última vez que había echado un vistazo ahí? Había polvo, mucho polvo, y algo más.
¿Qué estaba buscando en aquella ocasión? Su diario, sí, estaba buscando su diario perdido.
“Mira debajo de la cama”.
<<¿Qué había debajo de ella? Un papel... un...>>
Abraham se levantó de la colcha, y se puso de pie. Respiró profundo.
Se arrodilló en el suelo, y recostó su cabeza en la alfombra.
El pedazo de papel oscuro, doblado en dos, seguía ahí. Antes parecía sólo basura, ahora tenía una connotación totalmente distinta porque le estaba prestando atención.
Tendría que meter todo el brazo por la hendidura... quizá hasta el hombro, pero podría alcanzarlo.
Sintió como el polvo pastoso se acumulaba en su mano... tanteó un poco, pero finalmente, sintió el tacto sedoso y sucio.
Se sentó de espaldas a la cama: la hoja estaba inmunda, como si hubiera llevado años ahí, y olía a papel viejo, rancio.
Lo desdobló.
SI YO FUERA TÚ, LLAMARÍA A SUSANA DE INMEDIATO...
4
Cuando Susana se halló despierta otra vez en el hospital, a oscuras, pensó que su corazón se daría por vencido.
Estaba de vuelta, en aquel lugar, y se sentía todavía peor que antes, su cerebro era una masa de nubes agrias, y en el fondo estaba su conciencia, despierta y atontada, pero atando cabos.
Había algo malo acercándose por el túnel de sus recuerdos... estaba empezando a rememorar exactamente lo que había pasado diez segundos antes de caer desmayada…
5
El matrimonio Marceni, compuesto por los esposos Inés e Ignacio, le había hecho pensar innumerables veces a su hija, Susana, que era muy romántica la idea de que el nombre de sus padres comenzaran con la misma letra. Se preguntó si algún día se casaría con alguien cuyo nombre comenzara por S, pero lo cierto es que era endemoniadamente difícil encontrar a un hombre cuyo nombre comenzara por la letra S. En cambio, había encontrado a Abraham.
Ignacio Marceni no hacía justicia a su nombre, uno cabe esperar en Ignacio a un tipo sensible, porque Ignacio es nombre de tipo sensible... pero él no lo era. Sin embargo, ahora tenía que quedarse bien callado, tragarse su mal carácter y apretar los nervios, porque el doctor estaba sentenciando, y el único apoyo que tenía para mantener los pies en la tierra era el brazo de su mujer.
El galeno examinaba unas láminas que estaban colocadas sobre la pantalla de luz. Ya sabía qué era lo que estaba sucediendo, y eso fue gracias a un sinnúmero de radiografías más que a su propia experticia. Finalmente lo había encontrado: el mal de Susana estaba en la cabeza.
- Tiene un tumor –explicó-
- ¿Pero por qué tiene un tumor? ¿A qué se debe?
El hombre observó de vuelta las radiografías, y se encogió de hombros.
- Si me pusiera a especular ahora, no estaría haciendo otra cosa que ponerme en línea para decir puras boludeces –se quedó varios segundos en silencio, examinando gravemente a la pareja-. Sé que no es un hombre paciente, señor Marceni, pero si quiere a un médico joven y arrogante que se ponga a decirle cualquier cosa menos lo que en verdad está pasando, puedo buscárselo ahora, y lavarme las manos. Yo en cambio le digo que no lo sé. Pero lo vamos a estudiar a fondo, y le garantizo que sea lo que sea, lo voy a conseguir.
Los médicos viejos siempre tienen esa cualidad intrínseca que sólo parecen tener las azafatas. Al matrimonio no le quedó de otra que fijarse en el parietal del cráneo de su hija, expuesto en blanco brillante, impecablemente afeitado, como si con ello lograran exprimir alguna explicación lógica, o, por lo menos, una esperanza.
- ¿Puede al menos decirnos por qué? ¿Cómo es posible que le haya salido un tumor a una niña tan joven?
El doctor miró a la mujer por encima de sus lentes
- No tiene que ver la edad. Los tumores salen sin aviso: puede pasarle a cualquiera. Todo lo que puede hacer es pedirle al médico de cabecera de Susana que os provea con su historial médico, sobre todo el de los últimos seis años. Si lo llevo a investigación, es posible que alguien halle un síntoma pasajero desde el cual podamos empezar a deducir la historia del tumor, porque los tumores a veces vienen predichos por síntomas inofensivos ¿sabe? Eso es lo más peligroso.
Inés Marceni no esperó más para desprenderse
de su marido y ponerse manos a la obra.
6
Abraham se había guardado el papel en el bolsillo, no permitiría que nadie se lo robara, cuanto y menos perderlo, aquella era la prueba que él necesitaba para saber qué estaba pasando. Aquella era, también, una prueba perfecta para aferrarse con mayor fuerza a lo que ya sabía: no estaba loco, y lo que pasaba a su alrededor era real.
¿Eventos paranormales? <<“¿O más bien alguien está jodiendo conmigo, haciéndome la broma más pesada del mundo?”>> Dios, que alivio si fuera eso último ¿verdad? Pero era imposible, irónicamente, de cara al pensamiento lógico, eso era imposible.
Para llevar a cabo el plan, se desharía de su maleta, y metería todo lo indispensable en su mochila. Llevaría puestas las botas, y dejaría los zapatos ahí, en su habitación. ¿Le dolía perderlos? Sí, al igual que la mayoría de su ropa, sin embargo, en vista de las circunstancias, todo bien material podía, con todo el respeto de su limitada situación económica, <irse a la mierda>. Se marcharía con lo que llevaba puesto, y nada más, porque es la única forma en que podría hacer frente a la nieve y encontrar, en el trayecto, la parada de autobuses. ¿Cómo le pagaría al chofer? No tenía la más mínima idea, tampoco. Y eso no importaba. Ese lado que había heredado de su madre tendría que entrar en acción, y de hecho ya lo hacía; lo hacía no dejando que la idea lo preocupara, porque lo vital, lo fundamental, era salir del San Niño.
Se encargó de colocar las mangas de su pantalón entre la boca de las botas, para que no entrase nieve. Arrancó las cobijas de la cama y se las colocó como una capa, alrededor del cuello, cubriendo también el cuerpo.
Y así mismo, en esas fachas, pesando casi seis kilos más entre cobertores, bajó a la recepción del hospital, sintiéndose pesado, pero al menos con calor.
<<Esta vez no me vas a joder>>
Ese lado de su cerebro que se encargaba de procrear esos brillantes matices de humor negro que con frecuencia destellaban en él (sobre todo desde los tiempos de necesidad) se divirtió un poco pensando que sería una brillante despedida del hospital si en el camino pudiera echarle un susto de muerte a Margoth.
Caminó pesadamente a la recepción, escuchando sus propios pasos de caballero.
Para su fortuna (a pesar de su pensamiento posterior) Margoth no estaba ahí, por lo menos no lo perseguiría por llevarse las sábanas, aunque le resultaría bastante gracioso verla congelarse como una idiota al intentar marchar en pos a él.
Como la puerta se abría hacia fuera (o ahora se abría hacia afuera, porque estaba seguro de que en circunstancias normales se abría hacia adentro, sería la última treta que le jugara el San Niño), la capa de nieve que cubría toda la entrada sería su primer obstáculo, podía deducirlo con tan sólo ver el vidrio: cogió la manija y apoyó el hombro contra el marco, zumbando patadones sin remordimiento, intentando abrirla, para apartar el granizo que obstaculizaba su paso.
Cuando finalmente hubo abierto un hueco lo suficientemente grande como para poder deslizarse, se arrastró en medio.
Zumbó otra patada, improvisando un poco más de espacio para su mochila. La puerta había quedado estática, hundida en la nieve, como una hojilla metida en una manzana.
Respiró profundo, ganando energías. No pasó mucho antes de que comenzara a caminar, un vaporón blanco salió de su boca, y su corazón empezó a bailar tras su pecho. Un soplo de aire helado le pegó en los ojos, y el efecto fue el mismo que el del humo de carbón.
Las piernas se le hundían hasta las pantorrillas, por lo que tendría que caminar como si fuese un soldado, subiendo una pierna hasta que la rodilla llegara al estómago, y volviendo a bajarla, más allá... eso hacía que a su lista de dificultades se agregara otra peor: se iba a tardar bastante tiempo.
Pero sólo le hacía falta volver a imaginar la figura del baño. Sólo eso…
<<Vamos Abraham, no seas maricón, sigue adelante, sigue adelante, sigue, pendejo, sigue, sigue>>.
El viento sopló con tanta fuerza que los bordes de la sábana que llevaba puesta le hubiesen dado un latigazo peligroso a quien estuviese detrás.
Disfrutaba el sonido que hacía la bota al hundirse en la nieve. Sentía si estuviese pisando un botón gigante, pero por sobre todo, lo disfrutaba porque cada vez que escuchaba ese ruido grumoso, significaba que estaba un paso más lejos, una y otra, y otra, y otra vez. Y era bueno distraerse… sí, era bueno distraerse. Miraba hacia abajo, contaría cien pasos, y luego vería hacia adelante, y ver la salida más grande y más cerca sería su recompensa.
<<Vamos, hazlo por tu padre>>
Continuó, moviendo los brazos con equilibrio. El aire zumbó con más fuerza.
<<Hazlo por tu madre>>
Podía escuchar como los árboles que enmarcaban el camino se movían,
hacían ruido, batían sus hojas, se doblaban... oía el sonido
de la madera seca, crujiente, y la garganta del viento, que poco a poco se transformaba
en un rugido, más grande, que llenaba sus oídos, le golpeaba los
ojos, congelaba sus pestañas, secaba sus labios.
<<Dios mío>>
Tuvo que quedarse de pie, sin moverse, colocando la cabeza y el medio cuerpo inclinados hacia delante, para hacer balanza. No podía creer que el viento pudiera ser tan fuerte.
Las ganas de llorar volvieron a él, Abraham no era un llorón, pero su orgullo se cosía en aceite junto con su paciencia.
<<Maldito sea Dios>>
Gruñó, y dio ocho pasos hacia delante, poniendo su cabeza como parachoques del vendaval.
- Lo voy a lograr –se dijo a sí mismo-
Respiró profundo.
Había estado orgulloso de sí cuando un amigo le había apostado, tras una larga discusión, que no podía estar en una máquina escaladora del gimnasio por más de dos horas.
- Te vas a morir si lo intentas –le había dicho-.
Abraham nunca lo hubiera logrado por sí mismo, no sin que hubiese habido una discusión. Por eso, al final, lo hizo: estuvo dos horas sudando a chorros.
El chico tuvo que tragarse sus palabras, y desde aquél
día, la amistad no había vuelto a ser la misma. Pero había
ganado, sí, había salido victorioso.
Recordaba aquella anécdota.
<<Ocho pasos más, vamos, ¡ocho pasos más>>
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.
Se detuvo, respirando hondamente.
Apretó los dientes, y el corazón se le alborotó en el pecho al momento que el viento se hacía aún peor, y lo demostraba, rugiendo contra él. Aquello era una protesta.
<<¿Cómo es posible que todo esto esté sucediendo? ¿Por qué demonios pasa? Dios, no existes>>
Cerró la boca, y sintió un dolor punzante, sólo comparable al de la picada de un escorpión. Una lágrima bajó por su mejilla: los labios empezaban a resquebrajársele por el frío, una gota de sangre le hizo cosquillas en el mentón.
<<Ocho más...>>
Y el viento rugió, y comenzó a llover.
El agua empapaba la sábana que lo cubría con una rapidez espeluznante, y la hacía pesada. Estaba helada. Sus pantalones se estaban mojando, la humedad comenzaba a formar manchas oscuras en su ropa, llegando hasta la piel, junto con el agua escurriéndose entre los dedos de sus pies, encharcando sus calcetines, introduciéndosele por el cuello de la chaqueta, derramándose por sus hombros y lamiendo su espalda. La brisa volvió a soplar, y esta vez tenía la suficiente fuerza como para arrancarle el cabello. Su mente quedó en blanco.
Abrió los párpados, con una expresión estúpida en su rostro; no podía ver el camino entre los árboles todavía, el final estaba lejos.
Se dio media vuelta, perplejo, para ver el hospital.
El horror lo embargó hasta lo más profundo, ahí en su corazón, donde nadie tenía derecho. ¡El San Niño estaba a escasos metros de él! ¡Todavía tenía que levantar la cabeza para poder verlo completo! ¡Era como si no se hubiera alejado ni un solo paso! ¡Podía aún tocar la puerta!
Cayó de rodillas, agotado, apoyando ambas manos entre la nieve. Éstas se hundieron completamente, hasta que su mentón acarició la nieve.
Ladeó la cabeza, con un ojo entreabierto.
Ante él, el edificio se exponía como una montaña enorme, que lo observaba de vuelta.
El mensaje ahora estaba claro...
.
No voy a dejar que te vayas.
15 de abril de 2009