VALLE DE LA CALMA XVIII

 

 

 

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Gracias a Federico Cavero por el pic

 

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<<Mamá>>

Sintió el perfume de su madre, otra vez. Iba y venía, como un faro en el mar. Estaba soñando, aún cuando todo era un negro absoluto; era su conciencia vagando por un vacío oscuro, aunque consiente de saberse dormida.

<<Dionea, San Niño, cadáver, San Niño>>

Entonces sintió un vaho de aire helado enredándose entre sus costillas.

<<Joseph, ¿Joseph? No, Paul, Paul... el nombre es Paul, dijo que era Paul, aunque él no fue el que me pegó, pero sabía, sabía...>>

A Patricia le gustaba referirse a su propia cabeza como “el disco duro”, y estaba pensando en ese término ahora mismo. <<El disco duro se está cargando otra vez>>

<<Disco duro... elefantes... San Niño>>

Su mente todavía estaba demasiado apagada, sus pensamientos enrarecidos, pero poco a poco estaba regresando.

Tenía la lengua seca, lo que quería decir que había estado respirando por la boca durante mucho tiempo.

Pero el pensamiento predominante, que cada vez se alzaba con mayor tamaño, como un eco viniendo desde lo profundo del embudo de una trompeta, es el <<qué pasó>>. El <<qué pasó>> no se alzó con palabras, sino con jugos químicos, desde la base misma de su cerebro, desde donde se originaba aquella criatura que era Patricia Corriz. <<¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Dionea, trompeta, cadáver, cadáver, teléfono, mamá>>, era como un tornado de piezas de lego que nunca encajarían en La Obra, y el que no encajaran en La Obra (su cabeza, su sistema nervioso) podía descalabrarlo todo. Esas interrogantes se habían alzado, Patricia las había asimilado, y ahora necesitaba encontrarles un justo lugar, no podía deshacerse de ellas, evacuarlas, La Obra no la dejaría, aún cuando no tuvieran lugar en la mente racional e inflexible de un adulto. Es por ello que la sensación era enloquecedora: como una adicción absorbente que no podía ser satisfecha.

Entonces las paredes de La Obra empezaban a fracturarse, a echar polvo.

Se sentía bien por un lado, pero el golpe que recibió ocupó un lugar importante en su banco de datos <<¿me habrá hecho DAÑO de verdad?>> Eran como docenas de voces, las voces pequeñas que controlan el organismo entero que era Patricia Corriz <<No, no ha hecho daño, todas las funciones vuelven a la normalidad, todas menos las de <<tijeretazo, cadáver, lluvia, San Niño>>.

A Patricia no le tomó mucho tiempo darse cuenta que estaba de pie, encerrada en algo que parecía un ataúd. Las ganas de despertar y moverse empezaban a eclipsar.

Era como intentar abrirse paso entre un mar pegajoso, nadando hacia la superficie. Había escuchado casos así, de pacientes que sufrían Parálisis de Sueño, y prueba de ello es que podía recordarlo perfectamente: la mente de uno se despierta, piensa como si estuviese despierto, pero sencillamente, el resto del cuerpo no lo ha hecho. Es lo más cercano a saber lo que significa ser inválido.
Respiró pesadamente, tenía la nariz tapada, se sentía fría... había estado expuesta al frío, mientras que sus rodillas volvían a doler, soportando el peso de su cuerpo en una misma posición demasiado tiempo. Habría querido dejarse caer, pero no podía, estaba detenida por los cuatros costados, y...

Empezó a abrir los ojos, lentamente. La luz de una bombilla alargada, cercana a sus ojos, le encandiló. Su mente comenzaba a generar ideas paralelas, cosas triviales para el momento, que se fabrican sin ninguna explicación <<alguien debería poner una demanda en el hospital por abuso a... a los ojos de los pacientes a quienes encierran -¿encierran?- encierran en cubículos para... enfermos mentales, enfermos peligrosos, enfermos>>

<<Grandes hijos de puta, que se han portado mal>> pensó, sorprendiéndose a sí misma de esas palabras tan ajenas a su boca.

Empezó a girar los ojos de un lado para otro, la adrenalina estaba burbujeando en sus antebrazos, latiendo en sus hombros, subiendo peligrosamente a la cabeza; la sensación animal de querer gritar, de estar encerrada, de...

Cuando se supo consciente de ello, intentó calmarse. Era difícil. Como lidiar con náuseas originadas en el cerebro.

Su vista estaba centrada hacia el frente, porque desde el otro lado de la celda sellada en la que ella estaba cerrada, sólo se veían sus cejas, el nacimiento de la nariz, y los ojos.

Cuando el resto de sus sentidos se despertaron, supo, de inmediato, que tal vez la peor tortura no sería la luz de candil, sino el ruido cíclico que producía un sistema de aire acondicionado.

<<Grandes hijos de puta, que se han portado mal>>, <<¿qué pasa?>> pensó ella, sabiendo que esas palabras se proyectaban dentro de su mente <<¿quién dice eso?>>

Todo lo que podía ver era la pared del otro lado de la sala, compuesta por ladrillos color crema.
Sabía que si intentaba gritar su voz se escucharía afuera como ella misma lo haría debajo del agua, y lo que era peor, sólo conseguiría dañarse sus propios tímpanos porque, dentro del cubículo, sonaría amplificada por lo menos diez veces.

El primero pensamiento lógico, racional, sobrevino su mente, tardío, pero seguro, como una cortada: <<¡Dios mío, me han encerrado!>>

Las ganas de gritar se le enredaron en la cabeza como un par de anguilas furiosas. Intentó levantar los brazos, pero no podía estirar un dedo sin que éste fuera detenido por la pared de ladrillos, tampoco podía arquear una rodilla sin lastimarse contra la plancha de hierro que era la puerta. El cubículo estaba diseñado especialmente para que una persona estuviese de pie, pero sin la posibilidad de moverse.

<<Ilegal>> pensó otra vez, con su mente ocupándose de demasiadas como para hacerse cargo de sí misma <<un cubículo así es ilegal, las leyes de la Argentina sobre centros clínicos de diagnóstico mental dictan que la celda para los pacientes con peligro de violencia deben ser de... de...>> ahí se acababa el dato, no era ella quien lo pensaba, era la máquina de escribir inédita que se halla guardada en la cabeza, esa que nunca se calla cuando no queremos seguir recordando algo desagradable, o que repite la tonada de una canción. Estaba fuera de control.

Cerró los ojos, tomando aire.

<<Aire... ¿aquí tengo oxígeno?>>, <<sí>> se contestó a sí misma <<si no, te hubieras muerto dormida>>, <<muerto...>>

Toda una cultura de películas de gángsters y criminales empezó a enriquecer su constitución racional: sé demasiado, vi demasiado, me van a matar, si no, no me hubieran encerrado aquí, no van a sacarme, no pueden sacarme, ellos no pueden hacerlo, no habrá manera de hacerles pensar que pueden razonar conmigo después de haberme golpeado y encerrado en... grandes hijos de puta, que se han portado mal>>

La voz ajena era tan incontrolable como el hipo.

El ruido del aire acondicionado empezaba a hacer surcos en su paciencia. Si aquello no había sido instalado ahí de manera intencional, entonces sin dudas era una casualidad y un infortunio muy grande.

Pensó en su madre, en Muriel Corriz, y en un montón de elementos que la orbitaban. El currículum, la casa, el diario, el diario desconocido <<Mamá>> no podía sentir su perfume, su tacto, ni su voz, no, estaba lejos de ahí, quería provocar la misma sensación que la había embargado ya varias veces en Valle de la Calma, y en el San Niño, producirlo pero esta vez de forma intencional, pero no podía. No podía abrir la mente, no podía sentir el flechazo psíquico, y lo peor era que, de algún modo <<algún modo acertado>> estaba consciente de que el fracaso no era por no saber cómo hacerlo, sino porque se hallaba demasiado lejos del <<¿del?>> del “eso”, del lazo.

En cambio, en sustitución a ello, Patricia estaba recibiendo otro tipo de señales...

Ella identificaba el concepto de “abrir su mente” como una especie de domo, cuya superficie se va abriendo lentamente, y recibe siempre esas tres cosas de su madre: ese aroma de flor, la mano suave y cremosa y la voz, la voz que sonaba más allá del tímpano.
Ahora no recibía señales de ella, no, porque estaba lejos, pero su mente estaba abierta, y desconocía que estaba por recibir señales de una cosa muy, muy diferente a Muriel...

- Cálmate, Patricia –se dijo, con voz susurrante- cálmate, por favor.

Y poco a poco, los termostatos de su alma fueron volviendo a sus niveles normales.

Abrió los ojos. No había absolutamente nadie afuera.

No podía ver hacia abajo, no moviendo sus propios ojos, todo lo que alcanzaba era una visión en primera persona de sus propias mejillas, los dedos de sus pies hacían puñitos, era lo más cercano a estirarse.

<<GRANDES HIJOS DE PUTA...>>

Esta vez, la voz extranjera vino amplificada, como un grito, como un corrientazo.

Patricia cerró los ojos hasta que sus párpados se arrugaron. Al principio pensó que el dolor se concentraba en sus oídos, pero no era así. Le costaba pensar que venía de su mente, porque su inflexibilidad de mente adulta todavía no podía permitirse doblarse hasta tal punto, se rompería, sin dudas se rompería, necesitaba más lubricación, Patricia lo aceptaba. Era demasiado descabellado pensar que…

<<TIENE MIRADA DE LOCO, NO VOY A ABRIRLE LA PUERTA, POR DIOS ESOS OJOS>>

<<Dios, ¿quién eres?>>

<<MIRADA DE LOCO>>

Patricia movió los ojos, pensando, mientras su mente se sostenía en el silencio más tenso de su vida. Tenso porque esperaba respuesta, y si la obtenía, su corazón se crisparía, sin dudas, recibiría un electroshock.

Su mente se mantenía abierta.

<<UN-CRIMINALPE-RO NOUNANIMAL>>

Volvió a cerrar los ojos.

<<Un criminal, pero no un animal>> pensó ella, lentamente

<<NO DEBEN DESCUBRIR QUE ESTOY ESCRIBIENDOMALDITASEA VAGABUNDODEMIERDA ME METIÓENPROBLEMAS>>

<<PROBLEMASVAGABUNDO>>

<<Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, ¿qué ésss éstó?>>

Con su madre ese tipo de “flechazos-nexos-vínculos” eran transparentes porque había sido de toda la vida, y porque era su madre, porque no le era desconocido, y porque ese era un tema que siempre tuvo el síndrome de “lo sé pero no lo pienso y así es más fácil”, pero ahora, lo que estaba ocurriendo era toda una revelación, una terrorífica estupidez digna de Crónica TV, “el chupasangre ha atacado otra vez”, “El Area 57”. Y no era sólo una voz, eran varias, eran quizá veintenas.

<<Patricia, déjate de pelotudeces y date cuenta de que estás atrapada>> le dijo la voz de maestra argentina que representaba su propia disciplina <<déjate de pelotudeDIOS MÍO ME VAN A DESCUBRIR SUFRIMIENTO ESCÁNDALOESCÁNDALO PERDÓN DIOS YOSUICIDIO>>

Se acababa de dar cuenta de que nadie le estaba hablando: no estaba escuchando voces, estaba escuchando ecos. Los estaba recogiendo como si tuviera una antena parabólica.

No estaba recibiendo la “señal de mamá”, estaba recibiendo la señal de otra cosa distinta... de muchas cosas distintas.

<<¿Acaso ésto es nuevo para ti, Patricia?>> dijo ahora la voz de un hippie izquierdista que no sonaba como un completo imbécil cuando reflexionaba sobre el calentamiento global <<te ha pasado antes, lo sabes, tú lo sabes, acuérdate>>

Pero a Patricia le daba miedo acordarse de aquella vez, hacía siete años, en el Buena Ventura, cuando se puso a llorar a lágrima suelta, y tuvo que correr al baño, pero que no se terminó ni siquiera en la noche en su casa, como un torrente doloroso descargándose en sus ojos hinchados. Antes había sucedido mucho, y después también, pero aquella vez fue la peor.

¿La razón del llanto? No lo sabía.

Y lo que era peor, no podía contárselo a nadie. ¿Qué le habría dicho un zoquete como Benítez? “Querida, estás en -esos- días?”

Esto había venido de forma tan repentina como una mota que se clava en el ojo. Patricia estaba subiendo por las escaleras, el ascensor estaba de mantenimiento, se sentía cansada, pensaba en que era joven y que necesitaba hacer ejercicios, que no quería convertirse en una gorda mórbida, tenía la imagen de una caminadora en su mente, de un instructor, del trasero del instructor, no podía negarse ese tipo de cosas, era normal –culpabilidad-, etc, etc, pensamientos al azar, y entonces...

Llanto.

Su cara se puso roja, su barbilla se transformó en muchas hendiduras con forma de puntitos, y se echó a llorar. Era un flujo increíblemente doloroso, horrible, impensable <<¡no, por qué a mí, por qué a mí, oh, Dios mío, te prometo que...!>>

Y entonces, una voz fría, etérea: <<Hasta luego, mamá>>

Tres horas después, cuando supo que la niña de la habitación contigua a la sala donde ella estaba caminando con su libreta médica y sus pensamientos al azar murió, y que su madre estaba ahí con ella, no contribuyó demasiado a que Patricia dejara de llorar: pero no por lo desgarrador, no porque la hubiera conmovido, Dios sabía que ella no era fría, pero se había acostumbrado. Era obligatorio para una enfermera acostumbrarse. Ella lloraba por el miedo que le produjo, no había sido coincidencia, ella lo escuchó, lo escuchó: <<Hasta luego, mamá>>.

En los días posteriores, Patricia Corriz tuvo que echar mano de aquello a lo que siempre recorría cada vez que sucedía algo que estaba fuera de su alcance: hacer como si nada hubiera pasado.

O no aceptarlo, o no pensar en ello, o dejarlo ir.

Se sentía como la mejor opción después de haberse tenido que encargar de las explicaciones que tendría que dar por ese ataque... el ser querida no la ayudó a camuflarse demasiado tiempo en el baño, la gente estaba pendiente de ella, la gente se interesaba, y a menudo quedaban insatisfechas porque Patricia Corriz no tenía vida, pero ellos se lo tomaban como que más bien no les quería contar.

¿Cómo resolvió la maravillosa Patricia Corriz esta situación? De la forma más inteligente que se le ocurrió (y tratándose de ella, la palabra “inteligente” valía mucho), haciéndoles “creer en esto o aquello” con su blando silencio. Nunca nadie supo si fue por un despecho amoroso o porque se le rompió el dedo gordo del pie. La gente especuló mucho al respecto.

La cuenta del impuesto de luz subió sustancialmente en el apartamento de Patricia Corriz, porque el bombillo de su cuarto no descansaba ni un solo minuto en muchas de las noches en que no pudo dormir con las luces apagadas. Sí, estaba teniendo éxito en “no aceptarlo o no pensar en ello o dejarlo ir”, pero la reminiscencia del miedo era una resaca que para mal duraría un tiempo, hasta que lograra que llegaran días en los que no recordase lo que había pasado.
Durante todo lo que duró la resaca habría gustado de vivir en la casa de su tía, pero no podía hacerlo... ella era muy absorbente, y le había costado más trabajo darle la noticia a la mujer que el pago inicial del apartamento que había elegido. Patricia no quería convertirse en una de esas mujeres que viven en casas matriarcales, engordan en casas matriarcales, se añejan al mundo en casas matriarcales, y finalmente envejecen en casas matriarcales. Las tías de Bart Simpson palidecían ante algunos ejemplos que ella había visto por ahí... y ahora que vivía sola, pasaba exactamente por las mismas etapas anteriormente mencionadas, excepto por lo de añejarse, y sólo eso hacía que valiera la pena. La suya no sería una casa matriarcal, sería la casa de Patricia Corriz, la Patricia de helado de barquilla rosado, la Patricia dulce y linda, la Patricia maternal, la Patricia –a veces demasiado- competente.

Eso se las llevaba bastante bien con su “secreto”. Uno que, a pesar de su estilo de vida, era completamente insospechado por su cálido entorno social del Buena Ventura.

Patricia era una virgen de 33 años de edad.

Decirlo así, en esa línea de nueve palabras sonaba como una vergüenza fría, pero así era. ¿Cómo había llegado hasta ésa edad siendo virgen? Era sencillo, tanto, que en el fondo ella nunca se lo preguntó, porque lo sabía de sobra: sus estudios, su ensimismamiento en la enfermería. Un ensimismamiento que la podría haber convertido sobradamente en una doctora, de hecho... pero la cosa era con la enfermería. Y aún cuando el susodicho ensimismamiento fuese voluntario, completamente voluntario, Patricia no dejaba de entristecerse por alejarse demasiado de una vida normal.

Pero ni siquiera aquello era lo que más la alejaba de la normalidad...

<<Hasta luego, MAMÁ>>

y después el alma alargada de una niña saliendo... se sintió como un hielo pastoso subiendo por su pecho, ¿y salió de dónde? Dios, eso fue lo que más la había asustado… ¿salió del cuarto del hospital? ¿De la ventana? ¿De éste plano terrenal, mientras las demás personas iban y venían por el pasillo, como si nada?

Sí, sin dudas, le había costado demasiado volver a dormir con las luces apagadas.

Y ahora tenía el “cráneo abierto”, como un domo expuesto a un universo rojo y brillante, con millones de cosas aquí y allá, desconocidas para ella. Pensó inconscientemente en Lovecraft. Y también pensó en <<HASTA LUEGO, MAMÁ>> y, por supuesto, también en brujas de oficio que, aunque charlatanas, tenían talento para publicar artículos del “más allá” y del “más acá” con frases tan poco tranquilizadoras como <mientras más pienses en ese tipo de cosas, más las vas a estar atrayendo>.

Patricia tenía un don muy especial en efecto, y su antena receptora estaba surcando ese universo rojo, desconocido, extraño, metafísico. No llamaba a nadie, no sabía cómo hacerlo, porque cada vez que se abría, su madre siempre venía a ella, indefectiblemente... o podía pasar también que ella la llamara, porque Patricia sabía cómo hacerlo, a su modo, que era tan sutil, que ni se daba cuenta. Ahora estaba sola en un parque inmenso, con espectros pasando lejos de ella.

Hasta que sintió un frío en la columna vertebral.

Pensó en una sala de charla por internet, a veces se reunía para hablar con una persona específica... pero ahora estaba a punto de experimentar que un completo extraño le abriera una “ventana”.

Cerró los puños, tentada de cerrar también su mente, de bloquearlo, pegó la cabeza al soporte de vidrio, apretó los dientes... era como una prueba a su resistencia, a su miedo, como sentir que algo totalmente extraño, horripilante para ella, venía a toda velocidad a su dirección, como un camión inmenso. Tensó sus esfínteres hasta donde le fue posible, y contuvo la respiración, como última medida para “prepararse”.

<<Necesito ayuda, por favor, te tengo miedo, no me hagas daño>> pensó, sumisa, implorante <<necesito ayuda estoy encerrada por favor tengo miedo>>

La enorme bola de materia que se aproximaba hacia ella ya no estaba corriendo, y no sabía dónde estaba. Patricia no tenía el valor de comprobarlo. Su mente estaba oculta, como debajo de un sofá, pero su cabeza seguía “abierta”. ¿Acaso era esa presencia que hasta hace poco estuvo gritando, en su mente?

Escuchó un crujido grave y prolongado, y luego la queja de una bisagra oxidada.

Una acceso de aire fresco le acarició el rostro... por fin, el aire acondicionado estaba cumpliendo otra función diferente a la de enloquecerla. Abrió los ojos lentamente.

La puerta se había abierto.

Se quedó estática, aguantando aún la respiración, observando la pared de ladrillos color crema del frente. Su mente giraba, barajando ideas, ideas que no se piensan con palabras, sino con imágenes, con presentimientos, “el espectro puede estar ahí afuera”, “la puerta se va a volver a cerrar, sal rápido, vamos, sal rápido”.

Decidió obedecer al segundo impulso.

<<Gracias, muchas gracias>> pensó, casi con desespero <<muchas gracias>>.

Su personalidad hippie tenía ganas de ponerse a hablar, pero la comadrona también quería decir algo, y... y... un tercero diciéndole que estaba en un grave peligro, y esta última era la voz más importante de todas, esa era la voz de la lógica. La voz con los pies más puestos sobre la tierra, la voz que temía que un enfermero enorme se le volviera a acercar por detrás, la voz que le decía que ellos sabían que ella había visto demasiado y que no podían dejar que pusiera una denuncia en la policía de Valle de la Calma, la voz que decía que el curso de acción más lógica es que decía que varias personas en el San Niño habían resuelto deshacerse de ella. Sin embargo, esa voz colisionaba y dañaba visiblemente la frecuencia (como un tocador rayando un disco) de la otra, difusa, agria, caliente, corrosiva, que le decía... que le decía...

<<¿Dices que te acaba de salvar un qué? ¿El hombre invisible? ¿Un fantasma, estúpida?>>

Su cara estaba roja, y por una buena razón... razón que se aplacó (un poco) cuando escuchó un golpeteo en la ventana de la puerta que estaba a su mano izquierda.

Varios niños pequeños, todos con retardo mental, estaban asomados, viéndola con interés. Se peleaban por subirse a la silla que les permitía llegar hasta la ventanilla de la puerta.

Patricia los miró con expresión turbada.

Los niños no tardaron en batir sus manos, saludándola.

Se acercó despacio, observando a través del cristal, el espacio en blanco que las cabezas de los niños pegadas unas a otra dejaban le hizo saber que la sala que se habría detrás de ellos era grande y sucia, con ventanales del otro extremo. Sus alientos combinados manchaban el vidrio y colocaban las yemas de sus dedos en el cristal, como si pudieran tocarla.

Patricia extendió su brazo y giró el pomo. De golpe, los chicos empujaron la puerta, como unos salvajes, forzándola a retroceder. No tardaron en tumbar la silla que estaban utilizando, usándola como soporte para que la puerta no volviera a cerrarse.

Corrieron y se desperdigaron por el pasillo, algunos la tomaron por la cintura y empezaron a jalarla.

- ¡Gracias, gracias! –le gritó uno, con dientes que lo hacían parecer un conejo.

Otros pasaron de largo, asumiendo sus papeles de “comando”, vigilando la puerta del otro extremo, arrojándose y arrastrándose al suelo y viendo desde los costados. Eran especiales, pero no estúpidos... tal vez un niño normal hubiese tardado mucho más tiempo pensando cómo hacer para que la puerta que los bloqueaba del mundo exterior no volviera a cerrárseles.

Tomaron a Patricia por los hombros y las manos, sus manos parecían garras, tenían una fuerza increíble.

- ¡Escóndete, escóndete! –siseó uno- No dejes que te vean, joder.

La arrojaron al otro extremo de la sala. Desde la ventana podía apreciarse una vista del parque trasero de las instalaciones, rodeada por un arco de pinos intraspasables

Habían roto la vitrina de un extintor de incendios, sacando la bombona de adentro, n dispuestos a utilizarlo como un arma. La rebelión no iba a llegar muy lejos, pero no cabían dudas de que sorprenderían de muy mala manera al primer loquero que se acercara lo suficiente.

Un chico con síndrome de Down veía las escaleras de caracol del extremo de la sala con los ojos bien abiertos, de pie, esperando que algo pasara con la certeza de que podía suceder al segundo siguiente. Llevaba horas ahí, pero era el centinela perfecto. Los demás niños lo observaban de vez en cuando para saber que todo seguía bien... confiaban en él, sabían que empezaría a gritar si veía a alguien bajando las escaleras.

Con el revuelo, Patricia no sabía con quien hablar, los observaba, con la mente entumecida, teniendo la certeza de saber, por lo menos, qué estaba pasando <<los tienen encerrados aquí>>, pero no sabía cómo controlar la situación. Ella era maravillosa para convencer a cualquier niño, incluyendo uno especial, a que aceptase recibir una inyección, calmarlo antes de una operación... pero nunca había estado en medio de una rebelión. Y lo peor es que eran lo único que ella tenía, porque no había otra persona en todo el San Niño que estuviese de su lado, por lo menos, que ella pudiera palpar y ver a simple vista.

- María, ven, ven acá

Un chico le agarró una mano y se la llevó con él, observando celosamente a la puerta. Ese se había tomado la libertad de ser su guardaespaldas personal.

- María, agáchate.

No le quedó más remedio que obedecer.

Patricia observó las escaleras de caracol de la sala, que serpenteaban hacia arriba, y le desilusionaba enormemente que, por el contrario, no fueran hacia abajo. Necesitaba escapar del San Niño, ir a la policía, y avisarles lo que había pasado, hablarles también de los chicos encerrados, quienes tenían que irse también. Ella los liberaría.

El problema es que ellos mismos acabaron por convencerla de que abajo era peligroso, tenía que evitar bajar esas escaleras, porque “había gente”.

<<Dios mío, en qué lata de gusanos me he metido>>

Colocó la mano sobre el hombro del niño.

- Cariño, ¿a dónde llevan esas escaleras?

El chico se le quedó viendo largo rato, con la mandíbula descolocada. Su cabello olía a jabón barato. Tuvo que señalarle con el dedo para que observara las escaleras.

- No sé, María.

Se quedó varios segundos en silencio, y repuso

- El niño sabe.

Patricia se puso de pie, sin tardar en sentir una pequeña mano alrededor de la muñeca.

- Cuidado, María.

Ambos caminaron de prisa hasta el otro extremo de la sala. El niño con Down no se preocupó en observarlos, su mirada estaba fija hacia arriba. Las escaleras desaparecían en un hueco en el techo.

- Cariño... ¿me escuchas?

El niño asintió, como ido, sin mirarla.

- ¿Sabes a dónde llevan estas escaleras?
- A un pasillo lujoso. Felipe lo vio una vez...
- ¿Sabes qué hay después de ése pasillo lujoso?

Meneó la cabeza.

- Sólo una puerta grande de madera –reveló-

Se puso de pie y caminó de vuelta al pasillo donde había estado encerrada hacía menos de diez minutos. Todo alrededor de ella parecía bajar por una espiral surrealista.

Esquivó a varios niños antes de alcanzar la puerta del otro extremo, que estaba abierta a un costado, sostenida por un niño en cuclillas, que parecía un francotirador.

- Dame un permiso, cariño.

El niño se quitó, observándola fijamente.

Patricia cogió el extintor de fuego de las manos del más robusto de todos, y echó la bombona al suelo, colocándole un pie encima y usando la fuerza de ambos brazos para arrancarle el largo tubo que terminaba en la boquilla de trompeta.

Con esfuerzo, aplastó el tubo de goma con los dedos y lo anudó varias veces alrededor de ambas manillas de la puerta doble, dejándola temporalmente sellada para quien intentase entrar desde afuera, como el típico madero.

Los chicos, lentamente, observándola como si fuera una santa, entendieron la maniobra, y lo celebraron con gritos y palmas batientes.

Apenas se dio media vuelta para volver a la sala (no es que el pasillo les diera mucho espacio extra a los niños, pero para ellos era todo un hallazgo), se las vio ante algo que le alumbró la cara de asco y angustia.

Hasta ahora, no se había dado cuenta que en el cubículo contiguo en el que ella había estado, se hallaba un cadáver.

El centro de la frente estaba aplanado por la presión contra el vidrio, la línea que rodeaba la cuenca de los ojos se hallaba acolchada por un hilo de legañas grises, las pupilas de los ojos apuntaban directamente hacia arriba.

Era un hombre obeso, grisáceo, que parecía una enorme chispa de carne gris aplastada contra un cristal.

- Por el amor de Cristo.

Estaba a punto de helarse, de sentir otra vez el terror, de atar cabos, de recordar la voz, la voz furiosa de antes, ¿acaso…? Y entonces varios niños se arremolinaron en torno a ella. Patricia se llevó las manos a la cara. Su guardaespaldas personal gritaba “María, María” detrás de ella, otro berreaba cosas sin coherencia.

- ¿Ustedes lo han encerrado ahí?

Varios berrearon un coros de “no” al unísono, preocupado de lo que ella pudiera pensar de ellos.

- Nosotros no fuimos –exclamó uno, con voz torpe, que alzaba la mano amenazadoramente por cada vez que alguien intentaba interrumpirlo- ellos fueron.

El griterío comenzó otra vez.

- Nosotros le vimos haciéndolo. De hecho, me hicieron esto por asomarme a la puerta.

Se subió la manga del pantalón, revelando un tobillo morado.

- Y era malo, María, ¡era malo! –Exclamó, el guardaespaldas, como si con ello pudiera aliviar la turbación de Patricia- Él cuidaba las celdas de abajo, abajo hay celdas, María. Hay ocho.

Su miedo general hacia el San Niño crecía poco a poco.

Se colocó de rodillas, poniéndole las manos sobre el hombro.

- ¿Cómo te llamas, cariño?
- Kevin.
- Kevin, voy a subir, voy a intentar salir de aquí. No vas a acompañarme, porque quiero que te quedes cuidando la sala. Es importante que cumplas con eso.

El niño arrugó la cara, pero el objetivo había funcionado. Sabía de sobra que la llamaba por ese nombre porque era obvio que era su manera de referirse no sólo a ella, sino a cualquier mujer.

- Sí, María.
- No abran la puerta por nada del mundo, aún si les ofrecen cosas buenas, o dicen que no los van a lastimar, jamás lo hagan.

Nadie tuvo problemas en estar de acuerdo.

- Voy a intentar conseguir ayuda, voy a tratar de salir de aquí.
- Tú eres la ayuda, María.
- Soy parte de la ayuda, pero vendré con la policía. ¿Saben si desde arriba pueden acceder a esta sala?

Todos se quedaron viendo mutuamente. Patricia decidió replantear la pregunta.

- ¿Alguna vez ha bajado alguien desde allá arriba, que no hayan visto subir antes por esa puerta? –Explicó, señalando los tubos de goma enrollados.

Los niños abrieron bien los ojos, pensando.

- Sí. Dijo uno, con decisión.
- Voy a intentar bloquear el acceso de arriba. Tened cuidado, por el amor de Dios. No abran ninguno de las puertas que están en esta sala, no hablen con ellos si ellos les hablan desde detrás de la puerta, no les digan nada de mí ¿Me lo prometen?

Todos asintieron.

Patricia se puso de pie, caminando hasta la sala. Todos los niños la seguían, como si fuese un hada madrina.

El niño con Down seguía de pie ahí, solo, con la mirada fija hacia arriba, y los labios temblorosos.

Las escaleras traspasaban el techo a través de un agujero, adentro, se veía todo negro.

Acarició su cabeza, y luego empezó a subir las escaleras, al cabo de poco rato los niños se veían como un mar de pequeñas cabezas, viéndola desde abajo.

Antes de desaparecer por el hoyo, el niño con Down dijo una última cosa:

Ten cuidado con el perseguidor.

 

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2

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Frente a ella, se hallaba una portezuela de hierro, sólida.

Giró el pomo, y se vio frente un pasillo que la sorprendió, a juzgar por el ambiente previo que a su vista había ofrecido no sólo el manicomio, sino también el hospital: las paredes eran de madera fina, en el suelo reposaba una alfombra roja.

A los lados había cuadros, de hombres elegantes, del viejo estilo.

Podían ser los fundadores del San Niño (pensó ella), sin dudas parecían bastante más antiguos que los del hall del Buena Ventura. Aquél era el tipo de cosas que sólo podían ser interesantes para ella y todos a quienes les gustara un hospital.

La tranquilizó el hecho de que todo era tal como lo había dicho el niño: al fondo había una puerta inmensa, de madera, con una descripción compleja que podía resumirse simplemente en “lujosa”.

Colocó la mano sobre el picaporte, y cerró los ojos.

<<Aquí vas otra vez, aquí vas otra vez, mujer, Dios mío>> <<Vamos, no hagas caso, por favor, no seas obtusa: tú sabes lo que pasó, estás en peligro, y...>> y la tercera voz, la de la razón, esa que sólo intervenía rara vez, le dio la razón al hippie <<sí Patricia, vamos, hazlo>>

Abrió la mente, poco a poco. Quería tener una charla con aquella persona que había regado esa tonta creencia de que cuando algo se hace una vez, como saltar de un trampolín alto, entonces luego ya no se tiene miedo de volverlo a hacer. Era falso, por lo menos en su caso. El miedo siempre estaría ahí, hasta haberlo hecho las suficientes veces como para saber que nada malo podía ocurrir con ello.

Y de todas formas, el tronco alto e inflexible de la adultez rechinaba peligrosamente, rechinaba y la comadrona lo interpretaba como que Patricia estaba empezando a creer cosas que no eran ciertas, que estaba arrojando su cordura por un derrotero creyendo en algo que había sido una simple coincidencia. Cuando pensaba en la simple coincidencia, entonces se daba cuenta de que no era tan simple y, si las cosas en la mente de un adulto fueran fáciles, una idea descartaría a la otra, pero no era así, nunca era así: ambas partes, ambos hemisferios de su cerebro estaban en guerra, haciéndose daño, mellándose, y el resultado era el <<terror, hasta luego, mamá>> de volverse loca... y lo peor era que ciertos tijeretazos no ayudaban en nada a la situación.

No, su “antena parabólica” le dijo que del otro lado de la puerta no había nadie, no se hallaba ninguna presencia. No por ello no tuvo miedo cuando la abrió, lentamente. Las bisagras de la puerta rechinaron largamente.

La alfombra que empezaba como una columna en el pasillo se explayaba ahí. El lugar resultó ser una biblioteca. Patricia no descubría lugares nuevos, sino que los clasificaba en su mente, porque salvo “las celdas” y los “cubículos”, aquello no tenía nada que, a su modo, el Buena Ventura no tuviera.

En el hospital, su hospital, había internet, y computadoras. Era un lugar público creado diez años gracias a una asociación con la escuela de medicina de la UBA. Ahí podían acudir los estudiantes a desarrollar sus estudios o recabar información de cualquier tipo. La biblioteca había sido remodelada no menos de seis veces para adaptarse a los tiempos modernos. Patricia se sabía todas las fechas, aunque había estado sólo desde la penúltima etapa, la última fue la del “internet”.
La biblioteca del San Niño era completamente estática en el tiempo, pero no por ello desprovista de ciertos alicientes que no tenía la del Buena Ventura: sillones cómodos, y muebles con botellas de ginebra, whisky, y otras más que ella misma no conocía... su cultura alcohólica era ínfima. Quizá no era del todo una biblioteca, quizá era el lugar de reunión de los doctores del manicomio, o tal vez del hospital. No le importaba ya en lo más mínimo; dudaba que la imagen del San Niño pudiera caer más bajo, por eso ponía (muy erróneamente) en boga el que algo más de ahí pudiera sorprenderla: después de todo la habían golpeado, intentado encerrar, y había visto dos cadáveres, dos asesinatos distintos, encierro de niños, y...

<<Oh, Dios mío, este lugar tiene que tener una segunda salida>>

El pensamiento implorante era un arma de doble filo: una segunda salida por donde ella pudiera continuar su recorrido, que la llevara eventualmente hasta la salida del manicomio, pero también una segunda salida por donde el enfurecido personal del lugar pudiera entrar para acceder hasta los chicos a los que había ayudado a sellar el acceso de la puerta de abajo.

La idea de encontrarse de bruces contra un elemento de susodicho personal estaba madurando en su cabeza.

Patricia se habría puesto manos a la obra, buscando esa salida. Ella más que nadie en el mundo sabía lo importante que era esa situación. Sin embargo detectó algo flotando en el aire, que la sacó completamente de balance.

Un tufo pestilente.

Y después del tufo pestilente un enjambre de zancudos, y después del enjambre de zancudos el ruidillo mugroso de charco, de barro, de animales rastreros, gusanos.

Reaccionó de inmediato.

<<Te vas a encontrar con algo malo, tranquila, por favor, tranquila>> se dijo a sí misma, en pensamientos. Y repitió, como si fuese un amuleto simbólico <<Mamá>>

Caminó hasta un pasillo conformado por dos estantes de libros que llegaban hasta el techo. Era oscuro, pero se veía claramente lo que había en el fondo.

Patricia tuvo que observarlo por espacio de varios segundos para que la figura cobrara una forma coherente en su mente: un cuerpo acurrucado en posición fetal, apuñalado docenas de veces.

Un gusano estaba deslizándose fuerza de la cuenca del ojo, donde, fuera de la órbita, una pastosa mayonesa supuraba de un huevo hervido, redondo y seco, que anteriormente había sido su ojo izquierdo. Sus labios parecían carne magra y el resto del cuerpo estaba lleno de salpicaduras de sangre, hasta los zapatos. Una de las uñas podridas de su dedo pulgar subía y bajaba a son de un insecto que acababa de darse un festín con la carne de adentro, y ahora intentaba salir de ahí, en busca de otro dedo.
La mano tenía una raja que llegaba hasta el antebrazo, los bordes de la piel cortada parecía tela arrancada a tiras.

Alguien lo había matado.

Patricia se acercó, colocándose los dedos sobre la nariz.

Se detuvo hasta donde el charco de sangre se lo permitió, y se puso de rodillas.

<<¿Por qué no lo han sacado de aquí?>>

Esa era otra de las muchas preguntas sin respuesta que le quedaba por dilucidar, pero que sentía guindarse en su cuello, como arañas de patas duras.

<<¿Por qué? ¿Por qué dejan un cadáver aquí?>>

Entre el charco pastoso de sangre, podía notar que su vestimenta era una bata de enfermero. También supo, gracias a su experiencia, que aquellas puñaladas no habían sido infligidas con un cuchillo, sino con otro instrumento de punta mucho más pequeña y roma.

La olor hediondo le provocó la primera arcada, lo que le indicaba que debía salir de ahí si no quería vomitar.

Se apoyó sobre el sillón, pegando la cara al cuero, y respirando profundo. Era el único escape a la nauseabunda atmósfera.

A la derecha de ella, tal como lo había previsto, se hallaba una puerta de madera. Podría salir de ahí.

Lo único malo, es que estaba entreabierta, y eso le daba un mal aspecto a toda la situación.

Empujó el picaporte hacia ella, observando al interior: un pasillo primeramente iluminado, que luego se convertía en oscuridad absoluta.

No se escuchaba ningún ruido proviniendo del fondo, ni aires acondicionados, ni filtraciones. No había forma de saber cuán profundo era.

<<Mamá...>>

Todavía escuchaba el remolino de insectos del otro lado de la biblioteca, reuniéndose para comer.

- Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre...

La oscuridad no se hizo más agradable. Rezar no alteraría en lo más mínimo las cosas, por más que ella pensara que le serviría de amuleto. Empezaba a sospecharlo.

Caminó hasta que la oscuridad la bañó.

Patricia era demasiado mayor para pensar en cosas que ella felizmente catalogaba de bobadas. Una bobada, por ejemplo, sería hacerse la idea de que la puerta detrás de ella se cerraría de golpe, dejándola atrapada ahí. Otra todavía peor era sentir de pronto una mano sobre el hombro, y que al voltearse estuviera cara a cara con el cadáver que acababa de ver en el suelo.
Sin embargo, ahora pensaba en las bobadas, pero a su modo. Las “bobadas” estaban convirtiéndose en posibilidades dentro del San Niño, y eso afectaba sobremanera su sistema nervioso, tanto como lo afectó las noches después del <<Hasta luego, mamá>>. Un chico se asusta porque piensa que el fantasma de la niña va a ir a verlo, pero un adulto lo hace sólo porque no puede concebir que sea posible que algo como eso esté pasando, porque eso sólo se ve en las películas, en la televisión, o en las personas que están locos. Ella no quería estar loca, le tenía miedo a eso más que a nada.

Pero tenía una base lo suficientemente sólida para sostener la certeza de que no estaba volviéndose loca. Había visto lo que había visto, y estaba segura de haberlo visto. Y era peor, más tenebroso, más triste, más eléctrico, más horrible que cualquier película. Esto era la realidad. Si lo que hubiera visto no valía nada entonces su posición como jefa de enfermeras tampoco lo valía. Fue en base a sus propias seguridades que estaba donde estaba hoy día. Si Juan el de la esquina decía haber visto fantasmas, es porque estaba loco, sin dudas, pero si Patricia Corriz afirmaba haber visto lo que vio, entonces había que tomarla en serio, porque era la última persona que jugaría con algo así ¿verdad? Era tan impensable que ni siquiera catalogaba como ese tipo de “cosas tomadas por los cabellos que pasan de vez en cuando”, no, Patricia había traspasado incluso esa frontera, y saberlo era un arma.

Y seguía caminando, extendiendo los brazos al frente, para evitar darse un encontronazo con una pared. Sentía frío.

No podía ver nada. Se preguntaba qué vería si de pronto se encendiese una luz. Qué habría en las paredes, en el techo, sobre su cabeza, o incluso alrededor de sus pies.

La falta de barreras al frente le hizo confiar un poco más, por lo que estiró sus piernas andando adelante.

Su mente de mujer adulta, sobria, preparada, reconocida, le repetía una y otra vez que su objetivo era la salida, no imaginar cosas.

Aceleró el paso todavía más.

- Hola

No esperó respuesta alguna, salvo la de sí misma: pero no, ni así se haría una idea mental del lugar donde se hallaba, porque tampoco había ecos.

Siguió alejándose más y más. Se preguntaba qué tanto de la línea horizontal del edificio habría recorrido. El camino no acababa.

Empezó a contar sus propios pasos.

...15, 20, 35, 50, 60, 70, 90, 100, 120...

Lo único que escuchaba era sus propias pisadas, una tras otra, acompasando la negrura.

<<Leyes físicas extrañas>> pensó de pronto.

Pensó también en el Obelisco de la 9 de julio, que mide 67 metros de alto. Ella había cuadruplicado esa cifra, caminando.

Se detuvo, y se dio media vuelta: la puerta por donde había entrado no era más que una estrella lejana y torcida en aquél extraño horizonte.

Empezó a inquietarse.

Era demasiado fácil perder la noción del sentido en la oscuridad. Tuvo la idea de que lo mejor sería no distraerse del rumbo. En la oscuridad las cosas cambian, sin dudas, la mente del ser humano cambia, ciertas cosas en el cerebro se apagan, y otras cuantas, inhóspitas, se activan. La imaginación se dilata, y aunque no se le deje tomar control sobre los pensamientos, se halla ahí, grande, como una pared, esperando a que la toquemos para moverse. La mente adulta, inflexible de Patricia no pensaba en espectros, no veía cosas jorobadas y blandas acercándose por el suelo, ni tampoco criaturas raras esperando para saltar, el miedo de ella, el miedo adulto, se concentraba alrededor de otro tipo de monstruos: el de la incertidumbre, el del qué va a pasar, el del perderse y no saber qué hacer, porque en la negrura, entre dos paredes, las posibilidades son dos, y sólo dos: adelante o atrás, más nada.

Caminaba más apresuradamente, sin éxito.

Y así seguiría, por varios minutos más, hasta finalmente, ver un punto de luz difuso, a la altura de sus ojos, sabía que era el efecto de lejanía lo que hacía que se viera tan alto. Empezó a correr.

Ya estaba jadeando para cuando la luz titilante se viera proporcionalmente en camino recto, buscó con la palma de su mano la pared de la derecha, para apoyarse y descansar, la respiración bajaba y subía por su pecho como una sinfonía vieja y desentonada.

<<Dios mío, gracias>>

Fue disminuyendo el paso, a la vez que la imagen de donde provenía el pequeño resplandor tomaba forma: era una vela blanca, colocada en el suelo, frente a una puerta.

Se acercó lentamente, sus pasos sonaban arenosos.

La puerta de madera estaba desvencijada, tenía un aspecto sucio, roído, con líneas de rotura a los lados. Enganchado por varias vueltas al pomo se hallaba un alambre.

Surcó la vela, con la suficiente delicadeza como para no apagarla, y abrió la puerta.

Delante de ella se hallaba un corredor corto, con dos caminos: uno a la derecha, y el otro a la izquierda.

Se asomó en la intercepción de las dos vías, y vio a ambos lados. En el de la izquierda había una puerta, en el de la derecha una reja abierta, con un fondo negro, perteneciente a un camino como el que ella acababa de traspasar.

Escuchó un murmullo en el fondo de ese camino, un siseo ronco, casi monstruoso.

Patricia se acercó a la reja, asomando la cabeza al fondo.

El carraspeo volvió a escucharse, haciéndole enderezar la columna. Había algo allá, en el fondo, que murmullaba con susurros cortantes.

Y se estaba acercando...

Patricia estaba convencida de que aquello había sentido su presencia, e iba a acudir a ella.

Los sentidos se le crisparon inmediatamente, sintió la columna fría, como solía suceder cuando pasaban cosas extrañas, pero esta vez venía acompañado con algo: su cráneo vibraba, vibraba como algo... rojo, pensaba en el color rojo. El color rojo no era bueno.

El susurro estaba bastante cerca ya, y podía verla...

Sin pensarlo, arrojó la reja, cerrándola de golpe.

<<El perseguidor>> pensó <<Es el perseguidor>>

Y el perseguidor se asomó por la reja, y ella lo vio a los ojos.

..

3

.

 

El oficial McKenzie, de Valle de la Calma, se ajustaba su pesado cinturón negro al bajar de la patrulla, la cual había aparcado en el pedregoso estacionamiento del hotel.

Era un hombre gordo, pero le gustaba considerar que “todavía tenía lo suyo”.

Sobre todo cuando llevaba los lentes de sol puestos, acentuaba ese aspecto de policía televisivo. Le habían costado noventa pesos en una tienda de óptica de Bariloche. En Valle de la Calma, un sujeto que se saca del bolsillo noventa pesos para comprar unos lentes de sol es considerado tan estrafalario como un andrógino en cualquier otra parte del mundo. Por eso, en vez de presumir del precio, McKenzie (le gustaba su apellido, dicho sea de paso) nunca hablaba del tema, y tampoco se lo habían preguntado.

Se ajustó el cinturón, por segunda vez. Eso le hacía sentir que se estaba preparando para la acción... una acción bastante humilde, si se tenía en cuenta que todo lo que quería McKenzie era impresionar a Paula, la dueña de la posada.

Por meses, ellos habían estado flirteando (flirteando en los estándares de un pueblo sureño y apartado del mundo) ambos se consideraban mejores amigos y, desde hacía aproximadamente sesenta y ocho días, McKenzie estaba planeando cuidadosamente cómo pedirle que fuera su novia.

Ahora estaba cumpliendo su rutina de siempre: visitarla al ocaso del día y charlar con ella en la recepción.

Paula por su parte siempre lo esperaba, se ponía coqueta para la ocasión, pero aquel día, la conversación tomaría un giro diferente, porque ella le hablaría de una tal Patricia Corriz, citadina extraña, que esa mañana había salido a pasear, y todavía no había vuelto.

Las observaciones de Paula no eran conservadoras, sino acertadas: nadie en su sano juicio puede invertir más de dos horas haciendo turismo por Valle de la Calma.

Y peor todavía, ella era dueña de una información mucho más escalofriante, que la aterraba.

- Esta mañana, la vi saliendo rumbo al sur del pueblo.

¿Qué es lo único que había al sur del pueblo?

Las ruinas del San Niño.

 

16 de agosto de 2009

 

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